trocha 5
Rodrigo Ramos, Chile
19 abril 2022
Trocha es una serie. Puedes leer Trocha 4 aquí.
El “camello” le dicen los colombianos al trabajo. La señora M tiene más de 50 años, es de Manizales y viene dos veces a la semana a mi casa. Nos hace el aseo. Llegó hace dos años a Chile y no tiene ninguna posibilidad de contrato. Ni siquiera tiene documentación colombiana pues perdió el carnet. En el almuerzo hablamos. El consulado colombiano de Antofagasta es demasiado tramitador. Nunca se sabe cuándo atenderán. El consulado está a la vuelta de mi casa, y siempre hay una fila de personas esperando su turno. En los tres años que llevo en la ciudad, nunca, durante la semana, he visto vacío el consulado.
Con la señora M hablamos de los haitianos que trabajan de temporeros, sin contrato, sin nada. Haitianos que trabajan doce horas al día en su afán de llenar más canastas con frutas y lograr más dinero sin decir ni pío de español y de ese modo insertarse al país, pagar una habitación y lograr una tarjeta de crédito del retail. Hablamos de colombianos que arriendan un auto y trabajan de chofer de alguna aplicación y duermen hasta en el auto y de a poco juntan dinero, peso a peso, hasta comprarse un auto ellos mismos. La señora M me habla del sacrificio necesario para sostenerse en el nuevo país que los acoge, y que los venezolanos que llegan, deben hacerlo, como ella lo ha hecho; deben sacrificarse como los colombianos o los haitianos o los peruanos o los bolivianos. Los migrantes venezolanos están en el último lugar de la escala, abajo.
Antes de la señora M, el aseo en mi casa lo hacía la señora C. Todavía no nos hacemos a la idea de que haya regresado a Cali, pero la entendimos a fin de cuentas. Ella trabajaba en mi casa, pero su vida transcurría allá como un holograma. Todo el día permanecía conectada hablando con su madre y su hijo. Su hijo ya tenía cinco años. C llevaba cuatro años en Chile. Al niño lo criaba su abuela. Ella estaba desesperada por verlo crecer. C me contaba que varias de sus amigas de Cali, que trabajaban en Antofagasta, habían dejado a sus hijos en Colombia. Que era triste. Que se apoyaban entre todos cuando alguna se deprimía. El sacrificio valía, decía sin convencimiento. Con el dinero de su trabajo sus hijos tenían acceso a una mejor vida.
D es pareja de mi amigo B, y es brasileña, de Río de Janeiro. Vive en Antofagasta desde que se emparejó con mi amigo B, y mantienen un buen pasar. D, en Río, trabajó de periodista. Recorrió el mundo. Llegó a Chile a estudiar sobre la poesía de Juan Luis Martínez en una universidad privada de Santiago. D me presentó un libro de Augusto de Campos, el Juan Luis Martínez brasileño, entre otras cosas. Por D, me hice lector de Rubem Fonseca. Ella comenzó a trabajar en una librería en un mall ubicado en el sector más pudiente de la ciudad. El trato con D consistía en vender libros, estar a cargo de la administración, limpiar los baños y asear los escaparates. Todo con un día de descanso a la semana, casi por el sueldo mínimo en Chile. D duró en su trabajo cuatro meses. Renunció porque se sintió explotada. Me dijo después que en Chile todos los trabajos para los migrantes eran de esa manera, al no tener regularizados los documentos. Me lo dijo con pena, con dolor. Estaba decepcionada. Nunca le hicieron contrato.