trocha 3
Rodrigo Ramos, Chile
8 febrero 2022
Trocha es una serie. Puedes leer Trocha 2 aquí.
A.
E es una amiga que vive en Estados Unidos, en Hawaii, que me dice no es tan gringo como el continente gringo. E mantiene la imagen del Iquique de finales de los años 90. La última vez que conversamos me preguntó por los lugares que visitamos. Por las calles donde caminamos. Por bares que ya no están, como el “35 milímetros” o el “Tradición”, donde una banda que imitaba a Grand Funk. Bebíamos. Fumábamos hierba. A veces nos empastillábamos. Ella manejaba. Casi nos volcamos una vez en la avenida Playa Brava.
Después de que las restricciones se relajaran, regresé a Iquique. No lo hacía desde el inicio de la pandemia cuando firmé un proyecto con el Fondo del Libro. Extrañaba caminar por la ciudad, pero no en la ciudad de concreto y muros altos del sector sur de Iquique, que parece construida en serie a semejanza de los condominios de Antofagasta, sino que por los alrededores del centro. Quería palpar la madera vieja y desgastada del barrio El Morro. Sentarme frente a la Plaza Prat, con un shop en la mesa. Conversar con amigos en el bar Colocolo, con la música de Johnny Cash de fondo. Pegarme una línea en el baño del segundo piso del bar Democrático. Necesitaba esas pequeñas libertades.
En medio del encierro de la pandemia, había pensado con más recurrencia en la muerte. Esto, quizás, por los fríos números de los fallecidos que a diario anunciaban en la televisión. Por suerte no lamenté ninguna muerte a mi alrededor; sí supe del fallecimiento de parientes de amigos. Pensé en Iquique como el lugar donde me gustaría morir. Pensé en el momento que te inducen al estado de coma con el respirador artificial. La posibilidad de despedirse. La posibilidad de irse sin rencores, sin malas ondas. Pensé también en los migrantes muertos por hipotermia en la frontera, cerca de Colchane. Dejarlo todo para venir a morir en una frontera en medio de Los Andes. Morir lejos de tu tierra, de tu gente. Morir casi al llegar a la frontera de México, porque unos narcos se cruzaron en tu camino. Vale la pena arriesgarlo todo, me dijo un migrante.
Cuánta diferencia había en morir por Covid en un hospital que en una frontera. Cuánta.
Aproveché de fotografiar de la mejor manera los lugares a los que E hizo referencia y le envié las fotos por Whatsapp.
Fuera de extrañar la familia y amigos… lo que más extraño es caminar sin rumbo por las calles antiguas de Iquique. Comenzar en el cementerio Número 3 y cortar calles hasta encontrar calle Serrano y luego Esmeralda, pensando sin pensar en nada… tal vez caminando detrás del hospital pasando por la escuela Eduardo Llanos, pasar por el lugar donde antes estaban los casos psiquiátricos, y unos columpios, hacer las curvas traseras del hospital y seguir para encontrar el Cementerio Número 1 saludando de pasada a algunos de los antiguos que sentados frente a su casa podrían mirarme de paso… mirando todos los detalles de la tierra, las esquina, las piedras pequeñas, las puertas y ventanas desde donde tantas imaginaciones nacen. Imágenes y sonidos de mi memoria llenan los momentos, como si una cortina en el tiempo se evaporara, y con ellos llega la música de los zambos por plaza Arica. Sigo hacia abajo a veces por Bolívar, a veces Esmeralda y otras calles hasta llegar invisible hasta la aduana. En mis recuerdos todo está como era en los ochenta. Nada ha pasado desde esa década: todo es tranquilo y polvoriento. Las calles, aunque transitadas, tienen ese aire de nostalgia en que no existe el bullicio, sino que todo encaja con el ritmo perfecto que crea nuestro cerebro. Desde la aduana se extiende el misterio de lo que sucede mar adentro. La pequeña caleta y las tablas de madera que la visten me invitan al descanso. El mar siempre parece más verde en esa parte de mi memoria. Ahí entre lobos, huiros y redes, compartiendo el aire con los fieles de San Pedro, respiro profundo. Algunos espíritus me despiden, pero otros se suman desde el muelle y cargada de la historia de los que caminaron antes me muevo entre las calles que se extienden debajo de la plaza. El laberinto de nombres, historias y momentos de otras vidas se adhieren a la mezcolanza de callecitas que casi me dejan sin aire. Es un éxtasis difícil de explicar. Debe ser una sensibilidad especial que me permite sentir el pasado; no solo en el aroma de la madera antigua, sino también en los excesos de aire marino que esta, como en anillos, resguarda. Y ahí, en la soledad de esas esquinas, de esos jardines que no existen más que en seco… disimulada paso mi mano por una casa, por una puerta, entro al zaguán y respiro profundo, como si estuviera buscando a alguien, como si fuera a tocar el timbre. El barrio el Morro está lleno de recovecos y lugares cargados del espíritu de Iquique. Siempre sueño que estoy ahí. Thompson y Pedro Lagos de antes del hotel. Eso es lo que más extraño.
B.
E se fue a Estados Unidos, en el año 2001. En 1999 estuvimos a un centímetro de casarnos. Qué ingenuos. Lo mejor que hizo fue irse del país. Sacó tarjetas de crédito, ocupó el dinero de estas tarjetas para comprar el pasaje en avión y pagarse la estadía. Nunca devolvió la plata. Fue como una pequeña y bella estafa al sistema. Ella había aprendido a surfear en Iquique. Llegó a Hawaii por el surf. Después se enamoró de un surfista. Tuvo hijos. Hizo familia. Se separó.
E tiene una manera de describir fuera de lo común. Quizás leernos nos mantenga unidos. Éramos de cartas, cuando las había. De largas escrituras. De extensas lecturas. Una respuesta tuvo que ver con la migración. Me dijo que la discriminaron por ser extranjera, latina, en la parte central de Estados Unidos.
Pero del tipo de discriminación peor que uno se puede imaginar, sí lo viví en el sur de Estados Unidos en un road trip. Tuve que pasar por un control fronterizo en Arizona o Texas y la policía de immigración fue intimidante y ruda, pero tenía documentos así es que me tuvieron que dejar pasar. Más adelante en el mismo viaje saliendo de New Orleans hacia el norte en Alabama, particularmente existe mucha segregación aunque no se hable de ello. Tú lo puedes experimentar en cualquier pueblo rural… parece una película, pero es la realidad. Los blancos en general no miran a gente que no tenga rasgos enteramente caucásicos. Si entras a la tienda equivocada simplemente no te atienden y con solo mirarte pueden decir parte de tu genetic make-up (no sé como se dice eso, ¿composición genética?).