trocha 10
Rodrigo Ramos, Chile
30 septiembre 2022
Trocha es una serie. Puedes leer Trocha 9 aquí.
El verano en Antofagasta por la pandemia, lo disfruté en la franja horaria para hacer ejercicios. Nadaba entre las 7 AM y las 8 AM. En esos días, de encierro y calor, un amigo me reportó que en Iquique, al costado de la Panamericana, a pocos kilómetros de Huara, eran visibles muchos migrantes venezolanos caminando. Mi amigo S sabe que el tema me interesa. Habíamos conversado de reportearlo juntos. El, con su cámara. No se había dado la ocasión. Me decia que venían desde Colchane. Así, de Huara pasaban hacia a Iquique. Otros seguían a Pozo Almonte. En los últimos días circulaban varias fotos. Migrantes colgando de camiones. Quizás la más impresionante fue la de un camión que transportaba migrantes entre Iquique y Tocopilla. Por varios minutos observé la foto. Más bien, absorbí o filtré el mensaje. Esto escribí en una columna, en ese entonces, salió publicada en el periodico chileno El Mostrador, y luego en el Tereré de Iquique.
Vi personas viajando en camiones hacia Tocopilla. Delgados. Débiles. Todavía no aparece la foto significativa de ese drama humano. Entonces, debemos esperar la foto de Aylan Kurdi, el niño sirio de polera roja boca abajo, muerto, en una playa siria, para entender el drama, para reaccionar. Una foto que agite las conciencias, y nos desligara a los chilenos de mirarnos el ombligo de nuestra agitada vida política.
Esa caravana transitaba casi invisble, todos los días, por nuestras cuarentenadas ciudades del norte de Chile. Iquique es el punto de fuga. Los migrantes son instalados en el sector plaza Brasil. Los vecinos obserban, con miedo, desde su ventana. Para algunos vecinos, cada inmigrante es un portador de Covid; es decir, un responsable de que la ciudad esté clausurada.
El conflicto era palpable en las redes sociales. Si un importante sector de la población culpaba al migrante por la delincuencia, ahora los responsabilizaba por el alza del Covid. Así, en una lectura de guata del problema era fácil caer en la xenofobia.
A la Plaza Brasil, llegué nuevamente a principios de septiembre de 2021. Esta vez en compañía de S, artista visual y ex reportero gráfico, y M, periodista, quien condujo el vehículo en la ida. Cada uno con su proyecto personal sobre la migración. Con S hace tiempo que teníamos ganas de salir a buscar historias de migrantes, quizás por la amistad que se forjó cuando trabajamos en el periódico. A S lo habían despedido del diario después del 18 de octubre, por los ajustes que hizo la empresa El Mercurio en los diarios regionales. En adelante había trabajado en proyectos culturales. A M, primera vez que lo veía, pero me pareció un buen tipo. A medida que avanzamos se fue abriendo. Me contó de sus andanzas en las protestas del estallido social en Antofagasta.
A todos nos motivaba el afán de registrar el drama de la migración. Partimos de Antofagasta tipo 9 am. y a mediodía estábamos en Tocopilla. Luego la caleta Urco, donde recién vimos migrantes. En adelante comenzaron a surgir grupos de personas en la carretera. Íbamos al norte, al río Loa, donde está la aduana. Nos hicimos preguntas a medida que los veíamos, como si fuéramos capaces de hacer esa travesía de cruzar cinco fronteras para llegar aquí, a pleno desierto. Cada uno pensó en su viaje interno. S buscaba con afán poder solventarse a través de la cultura en este meses, cuestión que le había sido difícil. Su relación de pareja parecía estancada. Sólo su gato parecía afectuoso cuando llegaba a su casa. A M le interesaba un cambio profundo en el país, y quería participar de él, pero estaba algo decepcionado porque no tenía candidato, ni representante por quién votar, y eso lo imbuía en un vacío. A esas alturas, yo no me aferraba a nada, en una inestabilidad a la que podría llamarle patológica, que me hacía ir y regresar en todo sentido. Me aburría fácil, y eso era un síntoma de desapego a la vida, al presente. Ver personas pasar caminando, al otro lado de la ventana, por el desierto, con niños, me hacía creer en la posibilidad de dejarlo todo y largarme a caminar sin mirar atrás, sin detenerme, pensando en el futuro. Y esa era la diferencia, quizás yo, a mis 45 años ya había desechado el futuro, como si la línea de cocaína se me hubiera terminado.
M era quien mejor se ponía en el lugar del otro. Quizás, pensé, tenía la esperanza intacta, que a pesar del candidato, alguna vez tendría el país que añoraba.
Nos detuvimos en el río Loa. Hablamos con los migrantes. Nos contaron su historia. Teníamos la intención de terminar esto en la Plaza Brasil. Llegamos a las 15 horas, o un poco más. Vimos migrantes en la Plaza Prat, sentados con frazadas. Almorzamos. Contacté a R, un amigo poeta, que me debía entregar unas revistas que publica, donde aparece publicado un cuento de mi autoría. Dijo que aparecería en una hora.