trocha 1
Rodrigo Ramos, Chile
21 diciembre 2021
Trocha es una serie. Puedes leer Trocha 2 aquí.
En mayo 2021, momento de vacunación masiva contra la pandemia, comencé un reemplazo de profesor de lenguaje en el liceo Los Arenales de Antofagasta. No tenía experiencia en docencia de educación media. Tuve que aprender rápido, sobre la marcha, especialmente todo lo relativo a hacer clases online. Lo motivante de ese trabajo era que mi curso, un segundo medio donde había llegado de profesor jefe, estaba integrado por hijos, sobrinos o nietos de migrantes. La mayoría vivía en los campamentos aledaños al liceo. Los campamentos estaban compuestos de casas prefabricadas y se habían expandido como telaraña, siguiendo la geografía de los cerros pelados. Esto, dentro del sector conocido como Bonilla, o “la Bonilla”, como a sus habitantes les gusta denominarlo, en la periferia de la ciudad. En medio de la pandemia y sus restricciones, la posibilidad de los alumnos de acceder a Internet era (y es) escasa. El liceo hacía los esfuerzos. Los profesores parecían comprometidos. Menos de la mitad del curso se conectaba a mis clases, casi todos con la cámara apagada. Había, además, que soportar los cortes eléctricos. Al final me acostumbré. Más bien, aprendí la docencia sobre la práctica y todo lo que la desgasta alrededor: planificar, generar tareas, poner notas, llevar el libro del curso, contestar Whatsapp a los alumnos y apoderados, y otros imponderables. Hacer las clases era la punta del iceberg. Por eso tanto profesor estresado y, a la larga, decepcionado.
Entendí que las mejores clases para mí, y para ellos y ellas, eran las que yo denominaba “consejos de cursos” – “orientación” para el colegio. Logré que todos terminaran con las cámaras encendidas. Los conocí. Nos hablábamos cara a cara. Nos dijimos las cosas de frente. Era el profe, pero también algo así como el orientador vocacional, con una capacidad de improvisación que sólo había percibido con el alcohol de por medio. Era alguien que podía aclararles sus dudas. Su futuro. Algunos alumnos querían seguir migrando cuando lograran la mayoría de edad. Pensaban en Canadá o Nueva Zelanda. Destinos con más oportunidades, pero más racistas, les decía sin haber pisado nunca esos países. Notaba que para mí el racismo era un problema; en cambio para ellos, no. Quizás no se habían relacionado demasiado fuera del campamento. No habían escuchado los comentarios contra colombianos y venezolanos.
Fue en esas clases que me reencanté con el proceso migratorio que vivía Antofagasta, y el Norte de Chile. Mis alumnos eran colombianos, peruanos, bolivianos, argentinos, ecuatorianos, venezolanos y chilenos; en ese orden, y por cantidad. Noté que todos querían saber más de Chile, especialmente les interesaba lo que sucedía en política. Estábamos en la víspera de las elecciones de convencionales. En Chile, hay momentos en los que se habla más de política que de fútbol. El país hacía un año y medio había vivido el estallido social, y luego se había enfrascado en la pandemia. La papa estaba caliente. En la Bonilla, el estallido social seguía vivo, a coletazos, pero vivo. Por las tardes, o en algunas noches, era habitual el apedreo a la comisaría de Carabineros. Los pacos respondían con lacrimógenas. El combate a veces se tornaba intenso. Todo esto con barricadas. La adrenalina parecía un vicio, como la pasta base que se fumaba en los rincones. Las murallas estaban pintadas con mensajes como “La Bonilla combativa”. En estos actos eran los chilenos, en su mayoría jóvenes, quienes llevaban la batuta, pero también participaban chicos colombianos, como los del liceo. Podían ser mis alumnos. En Antofagasta, los colombianos eran la población de migrantes más numerosa y visible. Arribaron en la primera década del nuevo siglo, provenientes principalmente de Cali y Buenaventura. Un niño que arribó el 2007, con 10 años, ya tenía alrededor de 21 años el 2021. Era un chileno más. Un joven que con el estallido se hizo crítico del sistema. Hubo bastantes jóvenes colombianos detenidos. Golpeados por los pacos más de lo habitual por el hecho de ser colombianos.
Mis alumnos venezolanos, que no tenían más de cinco años en el país, eran los más preocupados por el devenir político en Chile. Les preocupaba que aquí surgiera otro Maduro, o por lo menos eso temían sus padres. Una paja debía ser para ellos la posibilidad de pasar las mismas pellejerías y salir nuevamente a la carretera con lo puesto en busca de otro país donde asentarse. Un chico peruano, que tenía las mejores notas del curso, quería ser empresario y nos hablaba con la convicción de un economista de que Chile era un buen país para invertir. Él se imaginaba viviendo cómodamente en una casa grande y con un auto del año. Una chica chilena y tres colombianos le respondieron que Chile era injusto, y que se podía engordar fácil comiendo papas fritas y pan, pero que estarían condenados a vivir, no sabían por cuánto tiempo, en el campamento. No es tan malo vivir en un campamento, dijo un boliviano. No se paga la electricidad ni el agua. Tenía razón. No era tan malo burlar al sistema en un campamento. Las cañerías se pinchaban y la electricidad se desviaba a la casas con cables. Había solidaridad en los campamentos. Había ollas comunes. Vida comunitaria. Quizá, sin pensarlo mucho, los campamentos en la práctica, por necesidad, sin saberlo, sin entenderlo, generaban esa vida comunitaria que tanto idealizaban los jóvenes políticos de izquierda: jóvenes que se habían criado en sectores acomodados para expandir sus liderazgos desde las universidades y que pocas veces se les veía por los campamentos, menos en época de pandemia. Posibilidad rápida de ganar dinero, dijo el chico argentino, es dedicarse al narcotráfico. Todos rieron. El fútbol también te saca rápido de aquí, afirmó un colombiano que se sentía bueno para la pelota y entrenaba en un equipo semiprofesional de la ciudad, con el propósito de jugar en el Club de Deportes Antofagasta o el Deportivo Cali, el equipo de su familia. No era quién para matarles los sueños. Sólo les repetía: estudien, estudien… El liceo les entregaba una especialidad técnica. Podían insertarse al mundo laboral como obreros. El liceo no estaba pensado para que sus alumnos llegaran a la universidad. El liceo podía ser entendido también como un eslabón para que los chicos no desertaran y se dedicaran a la delincuencia. El problema no era el liceo. El problema era que las autoridades habían determinado sacar los nuevos obreros para la industria minera desde los barrios periféricos y sus campamentos, considerando quizás con qué tipo de estudios cuantitativos que era la mejor opción para estos jóvenes.
El aquí y el ahora en el campamento también eran cómodos y se le hacían amables al chico venezolano. En Venezuela, dijo, comíamos huevos casi todo los días. Se comía una vez al día. Aquí hemos engordado. A puro pan, dijo el peruano. Estás cómodo porque llevas poco tiempo acá, respondió el chileno, después será más de lo mismo mi rey. Lo que sucede en Chile es que si ves lo que tiene el resto, te pones ambicioso, dijo la argentina. Siempre quieres más, hasta que no te importe nada, agregó el chileno. Nunca estarás conforme, hasta renovar todos los años el Iphone. Y eso, eso es el sistema, dijo el colombiano. En Estados Unidos es parecido, dijo el peruano. Después siguió el colombiano: si te va bien, nos contratarás a nosotros por poco dinero. Rieron. Contó el colombiano que tenía un tío con una peluquería en el centro de Antofagasta que contrató a familiares y amigos. El tío se llevaba el 70% de las ganancias y el 30% se lo llevaban los diez contratados. Y el tío ni se aparecía por la peluquería. Tenía un auto último modelo. Cadenas de oro. Ya nadie quería al tío en la familia. Eso es Chile, expresó la chilena. No sean pesimistas, respondió el peruano, eso sucede en todas partes, hasta en Nueva Zelanda. Ni sé dónde queda Nueva Zelanda, contestó el peruano, tras unos minutos de silencio. Les expliqué dónde quedaba Nueva Zelanda. Nadie había visto la película El Señor de los Anillos cuando les dije que la película se había filmado ahí.
Días después conocí personalmente a la mitad del curso. A cada uno le estreché la mano, a pesar del Covid, y conversamos por unos minutos con la mascarilla puesta. Un chico, el primero que llegó, tímidamente me estrechó su mano embetunada con alcohol gel. Era el peruano. Le entregué la correspondiente canasta básica – razón por la que ese día había ido al liceo. El resto llegó de manera sucesiva, con sus rostros despeinados, con sueño… La canasta contenía abarrotes, huevos y frutas. Les agradecí por las conversaciones y me despedí. Sólo el venezolano me dio un abrazo. Había terminado el reemplazo.