Imbunche 4

Salvador Young, Chile

29 noviembre 2022

Veinte minutos tuvo que esperar al costado de la boletería del Metro Pedro de Valdivia para entregar un par de relojes, de esos que miden calorías. Los había encargado desde China y los vendía después por Mercado Libre. “Veinte minutos me hizo esperar la weona; guatona, fea, y floja más encima. No le dio ni pa salir del metro. Si por lo menos hubiera sido linda y la espera hubiera valido la pena.” Saliendo de las escaleras del metro, divisó los edificios cortando verticales el horizonte y se sorprendió de lo tranquilo que estaba el barrio –o quizás le parecía distinto por mirarlo con cierto desconcierto, porque estaba recién saliendo de la casa al final de la tarde (claro indicio de que estaba fuera de su rutina). Se daba cuenta de que ya llevaba un mes desde su cambio de vida. 

Había renunciado a su trabajo, que lo tenía chato, pero era un cambio más radical. “Es que francamente periodistas hay muchos; está difícil la cosa. Los que sobresalen, casi siempre por pituto, y el resto que trabajaban como perros, olvídate de tener vida. Y además, toda esa shit de venir de universidades prestigiosas, que ya puede ser, pero esos otros chupapicos que se salvan de las pegas de mierda después de venderse  a lo que sea que mande el boss de turno…”

Por eso se decidió y se atrevió a cambiar de rumbo y armar su propio emprendimiento. Tenía que salir de la chata maquinaria administrativa, arrastrando los pies detrás de los caprichos de un jefe mediocre. No quería ganar 700 lucas toda su vida, y agobiado de aburrimiento. Le tocaba ser su propio jefe, era hora ya. 

Su hermano y su papá (capitán de la FACH y carabinero retirado, respectivamente) ya se lo habían advertido repetidamente: que emprendiera, que se tirara con su pyme. De veinteañero, se lo habían repetido cuántas veces, pero él, impermeable al consejo familiar, había estudiado lo que quería: periodismo, soñando con dedicarse a la fotografía periodística.

Abría ahora la reja y caminaba por los senderos del patio común del edificio donde todavía vivía con sus viejos, un complejo habitacional modernista de fachadas rectangulares tan típico de los 60. Ahí se le apareció como un espejismo esa escena cómica: dos jovencitos afeminados, de veintitantos; uno de ellos, su vecino de al frente. Estaban a empujones y tironeos de pelo, igual que en pelea de niñas. “Ah, claro, seguro peleándose por cualquier tontera… si a esa edad todo es drama porque no hay grandes preocupaciones…. Qué suerte en verdad, cuando creen en algo a concho y pueden soñar.” 

Desde segundo medio que había ido religiosamente todos los años a las exposiciones de la Telefónica donde se exhibía una selección de las mejores fotos de la World Press Photo. Se obligaba meticulosamente a detenerse delante de cada retrato, paisaje, o escena que desolaba o inspiraba. Se proponía, como en un juego de mesa, buscar en cada una de las composiciones el elemento que hacía de esa foto una obra de arte. Es que los expositores eran más que profesionales. Por eso no se permitía apartar la mirada, obligándose a no dejar la muestra hasta lograr el objetivo: identificar eso único y significativo. “Hay que tener un método para hacer estas fotos,” eso es lo que solía repetir en las clases de la U, claro que no lo pescaba tanto. Pensaba que así se contagiaría de esa agudeza, de esa mirada, tal como había escuchado que le pasaba a los grandes escritores que venían de ser primero grandes lectores. Si lograba sensibilizarse a esa manera de mirar y capturar el instante, pensaba, lo podría transmitir después en su propio trabajo. Tenía la convicción: aunque además tuviera que visitar e incluso vivir la guerra, la hambruna, la muerte, en fin, el lado oscuro de la vida.  

De esas experiencias sacaba la fuerza para rebatir los embates de su padre en las comidas familiares, que lo trataba de ingenuo, bueno para nada y marxista. “Ya verás cómo en unos años te arrepentirás de haber elegido esa mariconá de carrera, hijo.” Él respondía luego con una variedad de rodeos, evitando ser directo, guardando algo de cortesía, sin decir nunca lo que en verdad quería decir, por miedo a lo que podría acarrear en su relación y con la familia: “No quiero ser como voh, un viejo frustrado que lo forzaron dentro de las pocas posibilidades que tenía, en fin, a hacer lo que podía no más: un perkin carabinero.” 

Hasta que hace dos años, luego de un día estresante de trabajo, bajo el mando de su director del boletín mensual del prestador de salud para sus usuarios ”premium,” el Gerardo, ese viejo feo, chico, gordo, primo del gerente de la isapre y que tenía la media mina de polola, mucho más joven que él, el muy mierda, cizañero, lo había tratado de pretensioso por ponerle unas fotos en blanco negro en un reportaje sobre el aniversario de la ciudad de Santiago: “Si esta weá no es nada arte poh cabrito. Aquí todo de colores y bien nítido, ¿ok? La imagen limpiecita, como publicitaria, ¿cachai? ¿Qué te creí haciendo foto artística?, jajaja. Lo que nos faltaba, el perla jugando al fotógrafo artista. Que yo sepa a ti te pagamos por ser periodista. Son muy patúos estos weones chicos.” 

Esos rollos le retumbaban todavía en la cabeza, como estribillo pegado, como los bocinazos del taco de la tarde. Y entonces se ponía a repasar los dos años que llevaba trabajando en esa empresa, que pa más remate no le daba ni para vivir bien, apenas para unas vacaciones cortas o para invitar de vez en cuando a alguna chiquilla a tomar algo. Porque cuando salía, le gustaba invitar. Era a la antigua, no iba a ceder en eso. La verdad es que prefería vivir con sus padres, pero tener plata para pasear a las minas. No iba a transar en lo de ser un caballero. Pero lo peor era la pega propiamente tal: todo aburrido, todo lejos de lo que lo había motivado a meterse a estudiar periodismo. ¿Qué es eso de reescribir notas de moda y entrevistar a famosos usuarios de la Isapre, y recopilar los eventos cool de la ciudad, si con mucho, lo más estimulante había sido ir al Cerro Huelén para hablar del aniversario de Santiago. Ningún tema excitante; solamente sacar un par de cuñas de lo que se estaba hablando en el mainstream coyuntural de matinal. Nunca una entrevista a alguien interesante, ni por algo que diera para pensar: ¿Por qué esta personalidad eligió Colmena? ¿Debemos estar orgullosos de nuestra Isapre por haber sido elegidas por esta celebrity? Hace cuánto rato que venían sacando número tras número de esa revista mensual de prestador de salud, que le mandaban después a sus supuestos mejores usuarios para “fidelizar” ¿pero  a quién le podía calentar un producto así de penca? ¿Quién podía leer algo así, en verdad?  

De toda esa lata lo sacó una nueva aparición, que venía caminando de otro sendero del patio: una mina alta, muy guapa, de todo su gusto, que se le cruzó como por acto de magia, y le esfumó esos malos recuerdos: “uyuyui sacada de un sueño: flaquita, ojos claros, cinturita. Una señorita, ¿o no? A ella la invitaría a salir, y puta que quedan pocas así, y sobre todo solteras, es terrible. A los treinta la mayoría engorda. Si sabemos que el copete le hace muy mal a las minas: las engorda, les echa a  perder el cutis, ¡y qué paja! Las más bonitas siempre tienen pareja. No son fáciles estas pinturitas, hay que ponerle pega. ¡No seamos ilusos, poh! Mínimo habría que invitarla a un restaurant caro, capaz que de una gastándose la mitad de lo que ganaba en un mes. Jajaja, puta que son. Pero estas son las que se mantienen mejor. Así es la cosa no más. ¿Y si además había que pasearla en un auto a su altura? Al Yaris yo cacho que ni se sube, jajaj.” El auto lo compartía con su hermana, un Toyota Yaris gris de hace 4 años. De milagro, después de escanearla de reojo y confirmar que tenía todo en su lugar (según sus estándares más ideales), ella le devolvió la mirada y le preguntó,

–Perdón, ¿este es el edificio setenta? Es que no encontré ningún letrero. 

Le salieron mariposas en la guata y con una sonrisa de oreja a oreja, le respondió, 

–Ah sí, este es. Es que claro, está afuera en las rejas el letrero y lo cubren las enredaderas. ¿A qué departamento va? 

–Al dos uno. 

–Ah, buena, el veintiuno. Yo vivo justo en el de arriba, con placer la dirijo. 

–No te preocupes, no hace falta. 

–¡No me cuesta nada! Yo subo también por ahí. 

–Qué simpático, gracias. 

–Y tan linda señorita, ¿cómo se llama? 

–Agathe. 

–Sígueme por acá –dijo Eduardo señalando la escalera.

Subieron. Atontado con el encuentro, Eduardo se quedó unos peldaños más atrás, como para tener más perspectiva: no podía dejar de examinarla con las pepas bien abiertas, respirando por la boca, y con una atención lisérgica seguía el ascenso de Agathe, disfrutando el movimiento de sus caderas que le marcaba la redondez de su culo apretado oscilando con el vaivén de los peldaños. Se imaginaba agarrándola de la cintura y punteándola por atrás. Uuuy se me está poniendo dura. Tenía que decirle algo, aprovechar de saber más de esa aparición. 

–¿Y de dónde erí? –le preguntó alzando la voz más de lo adecuado. 

–Francia –dijo ella, mientras llegaban al segundo piso– ¿Y tú eres de Santiago? 

–¡Sí! –dijo Eduardo, atropellando las palabras– de toda la vida, y de acá de Providencia, siempre en este edificio ¿Y por qué estás en Chile? 

–Me vine por el trabajo de mi pololo. 

Llegando al segundo piso, vislumbró a la gordita del 20 en la puerta del departamento de su vecina de al frente, el 21, y no pudo evitar de pensar: “esa sí que está a mal traer: debe chupar como loca y obvio que soltera, y más encima de mi edad.”

“Ay, Dios mío, qué le queda a uno.” Con estas ideas le vino una puntada en el estómago, como si hubiera hecho un movimiento brusco o un esfuerzo físico, como un desgarro muscular en la guata que le detonó de nuevo todos sus rollos y prejuicios sobre el sexo y el amor. Se le repetía la imagen de su ex jefe, ese viejo de mierda, feo y gordo, y con la media mina de la mano. Él, en cambio, guapetón, pero soltero hace cinco años, y nunca le habían durado más de seis meses las pololitas. “No; si estay cagado. Si sigo así estay recagado. La solución es ganar plata. No podís seguir así salvando el mes con dos chauchas. Si querís una mina regia, tenís que surgir. Si no, tení que abrirte a las guatonsitas no más. Sí poh, si así es la cosa. Si después de los primeros meses las mujeres al tiro se ponen exigentes. ¡Pero ojo!, tampoco es para llegar al nivel de la del 20, eso sí que no, promesa Eduardo.” Ahí tragó saliva y siguió subiendo con cara de susto, siguiendo los pasos de la francesa. En ese momento se le apareció de telón de fondo la vecina del 21, con cara de enojada, retando a la otra vecina gordita, mientras se volvía a rejurar que no, que tampoco estaría nunca con alguien como esa lesbiana del 21. Para eso mejor estar solo, como ahora, seguir con los papás y ahorrar y ahorrar hasta que le resultara algún negocito. Si esa era la cosa, con plata el panorama es otro.

–¡Agathe!-, gritó la chica del 21.  

–¡Si soy yo!. 

–Sale voh –dijo Francisca, con una mueca de desprecio y empujando a Myriam para el lado. 

–¡Qué gusto verte! Te ves igual de linda que en la foto que me mandó la Lung See. Qué amor es ella, ¿no? Me dijo que eran íntimas. Yo también lo soy, ¿sabís? Es que tenemos tanto en común. Ven, discúlpame por este recibimiento, y la mala cara, es que esta desubicada se cree que estamos en la feria. 

–Excusa, ¿cómo una feria? ¿Eso de los juegos de diversiones? ¿Qué tiene de malo eso? 

–¡No!, jajaja. Digo feria de la gente que vende en la calle frutas y verduras y andan gritando y ofreciendo así al lote, hablando mal, tú cachai. (Volviendo la mirada hacia la del 20.) ¡Pero por favor! Sigues ahí parada, ¿qué no tienes dignidad? Qué vergüenza para mi invitada. Perdón Agathe, qué imagen te vas a hacer de Chile. No vayas a creer que esto es pan de cada día,  esto primera vez que me sucede, en serio. 

Ahí Eduardo aprovecha de integrarse: 

–Pero no la trates tan mal. 

Y Agathe conciliadora: 

–Tranquila, no me parece nada malo que un vecino le pida algo a otro vecino, creo que incluso en Francia seguía bueno que pasara más seguido.

–Ay no, por favor, no sean tan buena onda con una gaia como esta. 

–Oye, ¡qué te creí voh de tratarme así! –replica Myriam.  

–Agathe, mejor entremos. Y ¿este tipo quién es? –dice Francisca, asustada de que Agathe viniera acompañada; para la nariz y alcanza a sentir un poco el olor agrio de la traspiración de Eduardo, agrio de hombre, y se gira bruscamente, poniendo cara de asco –¿Por qué está éste contigo? Si no me equivoco, creo que vive acá arriba, lo he visto varias veces. 

–Para tu información, este weón es tu vecino de arriba. Más respeto, ¿ok? –tira Eduardo mirándola a los ojos, desafiante. 

–¡Sí,  más respeto weona –repite Myriam en coro. 

–Es que me lo encontré a la entrada y le pregunté si era aquí Antonio Varas 70, como no se ve el letrero de enumeración aquí en el mismo edificio, y también como aquí empieza otra calle. 

Suspirando de alivio, pero volviendo a alzar la voz sigue Francisca,

–¡Mierda, otro problema más de este fucking condominio! Ahora mismo voy a mandar un mail para que arreglen eso. De hecho voy a hacer una solicitud también para ordenar los jardines. ¡Habías visto algo más horrible y a mal traer! Lleno de maleza y plantas secas, ¡lo tienen tirado! 

–Pero eso se ve como silvestre; a mí me gustó Francisca. 

–No, guapa. Esto es descuido. Nada que silvestre ni que nada. Y seguramente porque aquí vive mucha gente, como estos dos que de verlos no más me doy cuenta que no tienen ninguna noción de estética. 

–Uy la weoncita desagradable, sabís que mejor me voy. Pobre Agathe que tiene que entrar a la casa de esta prepotente. ¿No quieres que te salve? –tira Eduardo, coquetón. 

–¡Qué te pasa imbécil! Mejor vámonos ya, no escuchemos más a esta chusma. Entra Agathe. 

Francisca le agarra la mano de un tirón hacia su departamento: 

–Realmente qué ojazos tienes, tan linda tu sonrisa –así se escuchaba tras el umbral de la puerta.

Eduardo se va a su departamento sin entender cómo: “¿Y esta princesita se va al departamento con esta ahombrada engreída y snob, así no más?” Y con eso le volvió la sensación de pesadez estomacal: “¿Por qué se va con ella y no conmigo? What? ¡Qué onda! Bueno, obvio, de partida tiene novio. Y ya, si estuviera disponible, ¿a dónde la voy a llevar ahora? ¿A mi pieza en el departamento de mis papás? La situación ya no da para más, Eduardo, urge hacer algo.”

¿Quién lo hubiera pensado? Tan seguro que se sentía en sus veinte, pero ahora se arrepentía de haber rechazado tan tajantemente los consejos de su padre y de su hermano. Quizás si los hubiera escuchado, ahora estaría en otra parte, en otra etapa, en otro nivel… Tal vez esos años habían sido una pérdida de tiempo, ¿¿¿tanta pelea para qué??? Eso pensaba, con la mirada perdida: que lo trataran de flojo, comunista, idealista… quizás no andaban tan perdidos. Lo de las fotos y la defensa del periodismo social e investigativo, ¿no era de puro contreras, una insurrección infantil? Demasiado protegido por la mamá; había algo de eso, ¿no? 

–Ana, ¡para de defenderlo! A este cabro le faltan sus buenos charchazos para meterse en la realidad. Así aprendí yo, y adelante hemos salido, con trabajo, ¡pero con los pies en la tierra pues! 

Así decía el padre. 

–Amor, no seas tan severo, con mi niño. Si es muy sensible el pobre. Ya aprenderá de otra formas: si es habiloso.”  

Así contestaba la madre. 

–Lo único que pasa acá es que no sabe lo que cuestan las cosas, y es harto por culpa tuya. Lo consientes en todo, demasiado. 

Así retumbaban las palabras en la cabeza de Eduardo. Y siguió en esa: la cabeza se le fue entonces a esa tarde, un par de años atrás, cuando le contestó a su papá entre gritos: 

–¡Para de encajarme tus trancas de viejo frustrado! ¿Sabís qué? ¡Lo último que quiero en la vida es parecerme a ti! 

Esa le valió dos años de ley del hielo, junto con el combo en la nariz que lo dejó sangrando. Recordaba perfecto el latido agónico de su cara adormecida con el golpe, la humillación y el resentimiento, y su madre en el medio, implorándole que parara. Pero el viejo no paraba; gritaba, rojo de ira: 

–¡Esta es mi casa y aquí se me respeta, y si no te gusta te vas! 

Y él, yéndose a su pieza a paso de gallo orgulloso, tomándose por héroe de una batalla. En ese momento creyó que no iba a volver más. Sintió un impulso que no conocía y que no se había imaginado, como si un gigante lo empujara para dar la vuelta entera en un columpio, un vértigo de parque de diversiones, algo que interpretó como un nuevo nacimiento. Un impulso con cara de vocación, de destino: era el momento de partir a los lugares más distantes y recónditos del planeta para retratar las realidades más difíciles e inaccesibles, era el signo y la ocasión del desplante, las agallas y la agudeza, la de Robert Capa, David Seymour «Chim» o Henri Cartier-Bresson. Se imaginó caminando con su cámara, atravesando el humo y los vestigios de las guerras más terribles, dando testimonio de la humanidad en medio de la desolación y el desamparo. 

Pero fue sólo un momento. Terminaba de llenar su bolso de mochilero, embriagado de decisión y posibilidad, hasta que se abrió la puerta de su pieza y le aterrizó su madre encima, con todo el peso de su propia carga, con lágrimas y ruegos entrecortados: que por favor no se fuera, que había convencido al papá de que se podía quedar, que querían que se quedara, que le perdonara la severidad al papá, que sabes cómo se pone, que en el fondo sabes que te amamos, que lo entendiera, que al papá le había tocado tan difícil y por eso era así: 

–Imagínate detener gente sólo por el bien de la patria, así no más. Ponte en su lugar. Eso de tratar mal a la gente sin conocerla, eso es duro. Eso sí, no le hables más de esta pelea. Discúlpate no más hijo, pídele perdón. ¿Qué te cuesta? Y todos felices de nuevo. 

Ahí le empezó a dar vueltas que no tenía mucho dónde dormir esa noche, mientras le decía a su mamá que se calmara, y que el viejo era el que se había excedido, pero recrudecieron los sollozos: 

–¡No te vayas mi amor, por favor, no te vayas! 

Pero él firme, 

–Lo mejor para todos es que parta, ya está. 

Miraba su reloj, que marcaba la medianoche de un día martes: ¿quién lo iba a recibir a esa hora? Si por último tuviera polola… 

–Ya, tranquila mamá. Por hoy, me voy a quedar, pero no te aseguro que pase de mañana. Me pegó, y eso no poh, entiéndeme. 

Y mientras decía eso iba sintiendo como el ímpetu mágico de unos minutos antes se iba desinflando como rueda pinchada y la transparente realidad de su rutina iba disipando los humos heroicos de los campos de batalla. “Vamos a ver cómo se van dando las cosas,” se dijo al final. Y entonces la mamá dejaba de llorar y se iba directo a desarmar su mochila y volver a poner la ropa en el armario. La fascinante imagen de sí mismo se hacía cada vez más difusa y lejana al tiempo que se iba restableciendo su figura conocida, sentada en su oficina, en el mismo escritorio de siempre, a las órdenes de ese mediocre de mierda de su jefe.

En eso llegó a su piso, el tercero. Ahí se encontró con el panorama de los jovencitos con los que se había cruzado en la entrada, y que entretanto habían llegado arriba. Estaban los dos delante de la puerta, al parecer afanados en forzar la cerradura con una tarjeta, pasándola a diferentes velocidades y ángulos, como si estuvieran practicando un truco de magia. 

–Puta la weá, llevamos diez minutos en esto, no lo vamos a lograr, dijo el joven delgado, agarrándose la cabeza mientras daba vueltas frenéticamente con los ojos desorbitados.

–¿Qué tal vecino, algún problema? 

–Sí, veci, se me quedaron las llaves adentro y vienen varios amigos porque tenemos organizado una despedida de soltero y mi roomie no me contesta. No sé cómo entrar a mi casa y no me puedo echar pa atrás, está por llegar la gente. ¿Porsiaca tienes algún truco salvador para abrir la puerta? 

–Pucha, no cacho. Llama a un cerrajero mejor. 

–Sí, si ya averigüé recién y se demoran, además que es carísimo, es como cien lucas porque los dueños pusieron estas chapas nuevas de seguridad con llaves incopiables o no sé qué chucha. Puta que le ponen, ¡y pa qué, si tampoco tengo ninguna weá que se puedan robar! 

–Qué mala, ¿y por qué no insistí con tu roomie? 

–Weón me iluminé –le dice el Joaquín (el del 33) a Eduardo–: ¿Y si tratai tú con esta puntita de palillo? Intenta porfa, la encontré en el patio y ya me duelen las manos de tanto probar.  

–Jajaja, ¿me estái hablando en serio? 

–Sí obvio, ¿tengo cara de chiste acaso? 

–Ah bueno, dale, claro que no te prometo nada, que no sé si es la herramienta más adecuada; no tiene ni filo, no sé cómo podría entrar. 

Eduardo toma el palillo como relevo de posta y, contra toda expectativa, lo introdujo en la cerradura con toda naturalidad, calce perfecto. 

–¡Buena! ¡Húndelo, húndelo hasta el fondo! Si ya cabe es buen signo –exclamó Felipe.  

Le hizo caso, aplicándole más fuerza, y el enroque de metales empezó a moverse en cadena hasta que se oyó un “clack” seco y se abrió la puerta. 

–“¡No te lo puedo creer, te pasaste, erí lo máximo!” –dijo Joaquín, saltando de felicidad, abrazando de un piquero a Eduardo e impulsivamente le da un beso cuneteado–. Tení que venirte aunque sea un rato a la despedida de soltero, porfi, y te tomay un copete, te tenemos que festejar. Además viene una amiga bien guapa que es hetero, ¿estay soltero, no? 

–Jajaja, no pasa nada, gracias, no se preocupen. Qué suerte, no le tenía ninguna fe. 

–Yo le tenía toda la fe al palillo, desde que lo vi, como una varita metálica, me tincó que iba funcionar, ¿sabes? Lo sentí, y cachai que yo soy tauro, y los tauros cuando intuyen algo, por lo general es cierto. Somos intuitivos. ¿Tú qué signo erí? 

–Capricornio. 

–Ay, me encantan los capricornios, lo sospeché. Siempre me llevo bien con los capricornio, son de lo más compatibles con nosotros, no como ustedes los leo –dijo tirándole una mirada torcida al Felipe–, que son fuego e incapaces de comprometerse porque siempre creen que se están perdiendo algo. 

–Jajaja, ah, no sabía que los capricornios eran buenos para el compromiso. Yo, en todo caso, hace rato que estoy soltero. 

–No importa, también puede ser que tu ascendente esté influyendo y haga interferencia. El ascendente es como te ven los otros, y quizás se te impone y es volátil o demasiado queriendolas todas. ¿Sabes tu ascendente? 

–No, ni idea, ¿cómo se sabe eso? 

–Hay que ver tu carta astral. Ahora se puede cachar por internet. Las mujeres deben ver eso de ti, gaio, pero no es lo que eres. Estoy seguro que eres un capricornio romántico. Se te nota. Yo diría incluso: “un excelente amante.”

Nota editorial: En esta nueva Serie, Salvador Young nos presenta con un retrato agudo, crítico y lleno de humor de la sociedad chilena. Con cada nuevo Imbunche se ensambla una crónica de la idiosincrasia chilena a partir de fragmentos que con un poder amplificador delinean sus peculiaridades. El entramado de esta serie nos muestra con ingenio y humor fronteras sociales en jaque, tales como género y clase social. Puedes ver el primer número de la serie aquí y el siguiente número aquí.