El sexo de los tímidos, segunda parte

Rafael Gumucio, Chile

7 diciembre 2021

Continuación: lee la primera parte de El sexo de los tímidos aquí.

—Rico, exquisito —a ojos cerrados respondía a las caricias de él, que sentía todo atenuarse, como los pasos en la nieve que consiguen que el extraño, sin que lo advierta, esté respirándote de pronto a lado. Hasta que con la punta de sus pies alejó el hambre de Vicente, y golosa entreabrió con sus dedos los labios de su vulva:

 —Entra, ahora, adentro mío, ya —sus diminutos dientes descalcificados que lo exigían todo.

—Ya pues, ahora, ahora… Métemelo entero —tan joven, tan imperiosa a la vez, que Vicente asustado buscó instintivamente en su mente alguna disculpa, alguna explicación en que desviarse. No la encontró y entró en ella, mirando asustado hacia los lados por si un grupo de ingleses lo estuvieran desde sus monóculos auscultando.

—Más adentro, más —ordenó ella. Y fue un alivio poder tener aún su sexo, tonto y ciego, pero suyo y sólo suyo, y saber que se lo había llevado consigo a la fiesta y que ella se acomodaba a él, que ella iba calibrando dentro de su piel, la piel ajena.

—¿Cómo te llamas? —pregunto él con la punta misma de la voz.

—Da lo mismo, sigue no más, sigue… —rugió ella antes de hundirse más al fondo de sus propio gemidos. Como esos torbellinos inesperados que levantan de una calle cualquiera los papeles sucios y los plásticos desechables, sus gemidos eran una fuerza que se sostenía sobre sí misma, porque lo que él le hacía es lo que ella quería y lo que quería era lo que le hacía y se alimentaban y retroalimentaban en el consuelo de su pene buscando en la vagina de ella un espacio que no necesitaba. Ese camino sin salida, donde sin embargo tenemos la ilusión de llegar hasta el fin, el mar, o los aplausos, la luz después del túnel que da a otro túnel y a otro pasillo de espejo y a otro pantano perfecto del que sólo puedes alcanzar el límite empujando los huesos de ella hacia el respaldo de la cama. Y su pelo constelado en la almohada y sus brazos y su sudor y su rabia y su alegría como un coro en medio de la venganza de los violoncelos.

—¿Qué te pasa? —salió bruscamente de ella.

— No, nada. Es raro todo eso, ¿no te parece? —preguntó aleteando de súbito miedo a Vicente Barros— ¿Te gusta eso? ¿Te gusta de verdad todo esto?

—¿Estás loco tú? —rugió ella— Me estaba yendo… Entra rápido, ya pues, entra… Apúrate, ya pues… —Le tomó la mano a Vicente y lo recondujo hasta sus piernas abiertas en que se quedó unos segundos inmóvil. La vio presionando, ascendiendo y gimiendo y gimiendo y ascendiendo sin él, cada vez más fuerte revolcando su sexo contra lo que quedaba del sexo de él, que no sabe qué más puede dar, pero de sí da todo lo que le queda. Francamente encima de él, ella, “más fuerte, más fuerte, más fuerte” frotándose contra él y con él y sin él al mismo tiempo, tomando las manos de él para que apretara sus minúsculos senos, mientras cerraba con todas sus fuerzas los párpados, los muslos, los dedos, la pared misma de su vientre para empezar sola a cantar su canción de vasos quebrados y luz de amanecer y atardecer juntas. Olas y más olas de pájaros que se escapan de todas sus horribles jaulas blancas. Más y más violenta su onda expansiva concentrada en ella misma, hasta que sin avisar, apretando los párpados para sin piedad abrirse, estrellarse, refocilarse en su propia piel entera contra el respaldo de bronce de la cama.

—Batman, Batmaaannnn míoooo, qué delicioso todo esto, qué maravillosoooo  mi Batman preciosoooo.

Con algo de envidia por su gozo perfecto, Vicente decidió vengarse y separar sus piernas y entrar en ella de nuevo con el hambre de hiena. Siguió con toda la fuerza que no recordaba haber tenido su propia melodía, solo como nunca había logrado estar solo antes, solo como nunca estaría nunca más, adentro de ella. Ya no le importaba el orgasmo y ya no importaba el alivio, sólo esos segundos de silencio, de no saber, de no poder, de no querer pensar en nada después del gozo en que se desarmó en ella, en que se perdió en ella para siempre.

Y ser, después de haber sido más grande que él mismo, tan pequeño dentro de ella ahora como una figura de arcilla mojada depositada al comienzo mismo de la cueva en que despierta lentamente un dragón de hace cien siglos.

Continuará … 

Puedes leer la primera parte de El sexo de los tímidos aquí y la tercera parte y final aquí.