Nación corazón roto. un ensayo lírico
Anjanette Delgado, Puerto Rico
11 Marzo 2022
Every station had its resident population of forlorn supplicants, and every journey across the city entailed a descent into a Third World of helpless distress.
(Cada estación tenía su población residente de suplicantes desahuciados, y cada viaje a través de la ciudad conllevaba un descenso a un Tercer Mundo de angustia indefensa.)
—Jonathan Raban, Hunting Mister Heartbreak: A Discovery of America
Parte 1 – Conciencia
Cada vez que él vuelve –que su recuerdo, más bien–, viene e irrumpe en mi mente, colándoseme adentro, corro a buscar mi edición de Hunting Mister Heartbreak, a Discovery of America como si los pensamientos portaran armas y los míos apuntaran las suyas a lo que queda de mi amor propio, que es lo mismo que decir a lo que pueda quedar de mí. Entonces, me apuro en leer para poder respirar, para verlo todo desde la perspectiva de alguien que no vive aquí, que no me conoce, que ya no es parte de mí.
Luego, más tranquila, leo y me digo a mí misma, ¡Ja! Es que es increíble el talento de los británicos para ver el horror de este país, tan asfixiado por su propio corazón roto. Horror presente en todas partes: en las madres cargando con las cicatrices de sus hijos e hijas adictos, en los trabajadores sudorosos matando al son de Bienvenidos a McDonald ‘s. ¿Le puedo tomar la orden? Y en toda la gente que come cadáveres de animales descompuestos envueltos en grasa por empleados rápidos, sobre todo rápidos, empapando sus cerebros de colores, goteando felicidad inducida con preservativos, colores que prometen un pequeño placer (también rápido), una vida más fácil, un poco de alivio de la ansiedad de ver cómo todo ocurre por televisión.
Luego del próximo aterrador huracán, tifón, ciclón, terremoto o tornado, comeremos preguntándonos por qué es que alguna gente solo ahora, recién, se preocupa por salvar al planeta de un hoyo en la capa de ozono cuando ya hay tantos más hoyos, terriblemente urgentes todos, extraordinarios y sobrecogedores hoyos de los cuales preocuparse en este preciso instante. Quizá la próxima semana finalmente ordenen La marcha de los pingüinos en Netflix y vean por sí mismos de qué se trataba tanto escándalo.
Parte 2 – Amor
Hector solía decirme que no me preocupara. Decía que lo hacía demasiado, maldita sea, ¿y para qué? Si Estados Unidos siempre había sabido cómo sanar tras un mal amor; me recordaba el racismo y la segregación, Vietnam y los asesinatos de JFK y Martin Luther King, la Depresión. Cuando él me amaba, me decía constantemente que esta nación iba a estar bien y no necesitaba que me preocupara por ella. Me decía que esta es la forma en la que este país encuentra a sus héroes, me prometía que nos recuperaríamos de las Torres y de la horrible imagen de aquellos cuerpos azul grisáceo cayendo por los largos costados de edificios como tantas lágrimas y hollín. Que mucho me aferré a sus palabras. Eran vida y me ayudaban a dormir. Ahora solo hacen que me quiera rascar.
Parte 3 – Piel
Hoy en día soy como los Británicos: todo lo veo gris, mi boca siempre una línea recta, tensa, tirante, mis escamas creciendo en áreas de mi piel en las que antes solo había la suavidad de caminar por la vida junto a otro. Supongo que perder a alguien debe generar presión sobre nuestra piel porque un mes atrás, la mía se rajó. Mi dermatólogo dice que es algo que me hago a mí misma, lentamente tironeando y estresando mi piel desde el poro. Pero no puedo evitar pensar que lo dice porque conoció a Héctor, porque nos conoció juntos, en aquellos días, y es lo que Hector hubiese dicho si aún lo estuviésemos.
Parte 4 – Voz
Para empeorar las cosas, se supone que hoy tengo que hacer una “gran” presentación, cuando lo que me siento es encogida y pequeña y como el culo que luzco. Mi jefa dice “¡esto es una mierda!” y “todo esto es culpa de ellos,” sin especificar a nadie en particular. Fue ella la que nos llamó a todos a esta reunión para idear tácticas estratégicas de “mercadeo de guerrilla,” pero ahora aquí estamos, sentados en su oficina, observando su delgada, su precisa y firmemente posicionada femineidad alfa—ignorados—mientras ella busca un buen campamento (“algo robusto”) para mandar a su hijo adolescente cubierto de acné este verano, diciendo sin preocuparse mucho por quién la escuche que más le vale al niño agarrar madurez pronto, oh sí, bien pronto, pronto, pronto, más le vale porque si ella tiene que hacerlo, sí que llamará a su papá y entonces sí que… me oigo a mí misma decir que me importan un huevo ella y sus problemas y que, de hecho, su hijo me importa cero carajos porque no tengo un carajo más que dar, y lo digo todo con tanta rabia como si mi propio “esto” fuera todo culpa de ella.
Parte 5 – Cerebro
Justo después de que pasó, y por un largo tiempo después, busqué consuelo en el razonamiento. Aprendí que un corazón roto es un asunto científico y leí todo lo escrito alguna vez por Helen Fisher, una antropóloga de la Universidad de Rutgers que cree que amamos desde nuestros cerebros, y que todo lo que necesitamos hacer para desenamorarnos de recipientes inapropiados es diseccionar las conexiones que hacen nuestras mentes para toda esta emoción. Me pregunto lo que ella opinaría del orangután azul. Yo sueño con la Fisher, y en mis sueños ella dice así: un corazón roto es algo común entre los orangutanes azules de las selvas tropicales de Borneo y Sumatra. El orangután macho se queda solo unos días luego de aparearse y cuando toma su camino en pos de una nueva hembra, la que deja atrás pierde literalmente los estribos. La primera noche sin él es la peor de todas para la hembra orangután de la selva. Su visión se nubla, su habilidad para gesticular desaparece, su sentido del olfato agoniza, muriendo con cada paso que se aventura a dar hacia el suelo en el que se tiende a esperar, frotando y frotando sus huesos en la tierra púrpura que aún recuerda el peso de él, como un delirante robot selvático a la espera del amanecer, que cuando llega, la encuentra amoretonada, purpúrea, pero sabiendo: él no va a volver.
Parte 6 – Ser
Ni siquiera me doy cuenta de lo que he hecho hasta que mi jefa pospone la presentación, me ordena que me tome el resto del día libre, me mira a los ojos como si me estuviera obsequiando el hijo al cual ella hubiese podido disfrutar regalándole un poco de su tiempo. No le digo que quiero llorar todo el tiempo desde que él se fue. Solo le agradezco y me voy, me adentro manejando en el edredón metálico multicolor que es la I-95 a la hora punta, esa autopista que atraviesa todo el estado de la Florida, solo tráfico y piel; una mezcla de ceños fruncidos y labios superiores sudorosos que se repiten y repiten hasta dónde me es posible ver.
Están en todas partes, delante de mí, a mis costados, centenares de motores encendidos simultáneamente, marchando en el mismo lugar, fumarolas a la deriva de un cielo azul calizo, conductores tocando una inutil sinfonía de desesperación a bocinazos, intentando moverse en cámara lenta hacia carriles que avanzan igualmente lentos, como un millar de patos caprichosos incapaces de recordar hacia dónde se dirigían inicialmente. Ellos también me dan ganas de rascar.
Y lo hago. Me rasco y me rasco hasta que me genero abultadas ronchas como mapas rojo-púrpura, islas temporeras sobre mis brazos, y quiero decirle a Jimmy Ruffin que esto es “What Becomes of the Brokenhearted.” Que en esto terminamos los que tenemos el corazón roto: rascándonos hasta la inexistencia, cada arañazo un borrón gradual de la piel, cada roncha un paso más cerca del purgatorio que es vivir meses, a veces años, sin mucho dolor, porque estamos anestesiados, pero sin poder ser realmente felices tampoco.
Quizá eso fue lo que vio Jimmy mientras escribía su famosa canción: a los quebrados, atravesando sonámbulos los Estados, los poros de sus pieles dejándolo entrar todo (como si sufrieran una especie de híper-sensibilidad física), su quebranto, un mapa barato de estación gasolinera, útil solo para ver el verde borroso de los pinos, altos, uniformes, a todo lo largo de la carretera. Un marco para el anodino lote de alquitrán gris que la línea amarilla intermitente clava transversalmente, milla tras milla, rebanando el corazón de la autopista, una cicatriz curvilínea. Me los imagino, a los quebrantados, aferrándose a las fotos desteñidas de los que se fueron, los que partieron, los muertos, los desaparecidos, los que los dejaron, sus recuerdos mantenidos y distorsionados a través del tiempo, mientras ellos siguen buscando “esa paz mental” conformándose con cualquier trozo, el que puedan rescatar, de su propio— volado-en-pedazos—estado de inexistencia.
Parte 7 – Sangre
Aunque lento, el tráfico fluye ahora. Me pican los folículos del pelo, y mis uñas corren tras lágrimas que se deslizan por mi cuello tras rasgarme la piel, queriendo hacer tiras de carne con ella, y este extraño impulso de restregarme los pechos hasta hacerlos pedazos. Me dirijo al Hospital Baptist para que me den una inyección de cortisona cuando me llama mi mamá. Está ebria y lúcida. Me dice que no es más que los resabios del dolor, dice que una madre sabe, y repite hombres una y otra vez en la misma forma en la que mi jefa dice esto es una mierda. Insiste, “los doctores privados no saben nada. Vete al Hospital Jackson Memorial. Esos doctores lo han visto todo.” Le digo que sí y que la quiero y cuelgo.
En la sala de urgencias me siento entre dos prostitutas, un hombre ciego y un adolescente que se ha drogado con rabia irracional. Me siento en libertad de rascarme y hasta me rasco la entrepierna mirando insistentemente a la asistente y pensando en Él. Pero ella, en efecto, ha visto de todo y me ignora.
Las prostitutas están viendo a Oprah[1] hacer campaña por una mujer en la era #Metoo. La cámara se desplaza hacia las mujeres en la audiencia. Sobre un grupo de ellas, un letrero lee “Esposas de la guerra” y Oprah las llama al escenario. En ese momento, hablando de sus hermanos y maridos, llorando por ellos y por ellas mismas, todas son blancas, incluso Oprah. No lucen enojadas. Es como si no le dieran cabida a la urgencia de rascarse y no puedo evitar pensar que quizá esa sea la respuesta—no, el secreto— de los blancos.
Parte 8 – Pensamiento
Y es aquí que el corazón roto de esta nación que amo y el mío propio podrían alguna vez haberse convertido en uno solo. Ahora ya es demasiado tarde porque no puedo distinguirlos, pero tampoco me es posible unirlos. Trato de recordar la última vez que pude. Fue el 2 de noviembre de 2004. Esa vez, G.W. Bush fue realmente elegido por nuestro miedo para presidir sobre nuestra guerra y nuestra violencia contra almas arrancadas de nosotros demasiado pronto, y mi angustia era tal que regularmente le daba cuerda a las preocupaciones de mi mente hasta llevarme a mí misma al frenesí usual en las madres, imaginando a mi tataranieto siendo enviado a la guerra a los dieciocho por el tátaranieto de Bush y el tátarasobrino de Donald Rumsfeld, donde el tátaracuñado del primo de Dick Cheney le dispararía en el rostro, todos los hombres del presidente hablando sin parar, buscándole el lado positivo a cosas que no lo tienen con ese musical acento sureño, insistiendo en cosas que no es posible que puedan saber cómo si las supieran, todo dicho con absoluta confianza, con el bravado y la estúpida seguridad que matará a mi tataranieto—en ese momento estoy segura de ello porque así funciona el frenesí—y puedo cerrar los ojos y verlo claramente, muerto sin haber tenido la oportunidad de vivir y de amar y de rascarse. Fue por esos días que empecé a entender el porqué de tanto aullar en este país y me dediqué a aullar tanto entonces, que no podría decir cuál es la respuesta apropiada para lo que está pasando ahora.
Parte 9 – Empatía
Yvonne, ella es una de las prostitutas, dice que un corazón roto es una delicia de primer mundo. Dice que la gente con hambre no tiene la energía para sufrir por una cosa más que no tienen. Creo que tiene razón. Al fin y al cabo, se trata de no tener lo que necesitas y quieres, o lo que se supone deberías tener, porque el no tenerlo cuando parece que todo el resto del mundo sí, los hace a todos mejores que tú, o te coloca a ti por debajo de ellos. Le cuento a Yvonne sobre los simios azules de Asia. Me responde que una mujer no puede vivir del olor de los árboles solamente, pero admite que parece funcionarles bien a los chimpancés. Está aburrida de Oprah y se va a tener que ir pronto sin haber visto al doctor. Tiene clientes que “follar” y quiere haber terminado antes de que amanezca, descansar sus huesos viendo repeticiones de programas de televisión sobre mejoras al hogar comiendo Cheerios con leche 2% de grasa antes de quedarse dormida al compás del sonido matinal del resto de la gente saliendo apresurada a trabajar. Me pregunta por qué me rasco tanto, me llama “mi niña” y yo lloro. Le digo que me estoy cayendo a pedazos. Ella asiente, dice que hace años que no se quiebra. Que la última vez fue cuando todos sus clientes buenos comenzaron a irse para escapar de todos los “extranjeros” apoderándose de Miami. Se mudaron con sus familias a todas partes de Florida, a Tampa, Saint Petersburg, Vero Beach e incluso Júpiter, le dijeron que la extrañarían, pero que era momento de huir de la carrera de comadrejas, encontrar un lugar en el cual poder darse el lujo de morir. “Entonces se fueron y se podría decir… que me convertí en una prostituta artística,” me susurra con su voz de tragos de brandy, melosa, grave, profunda, que me recuerda a Eartha Kitt. Sus clientes eran entonces tipos bohemios que bebían demasiado para tener sexo, pero que le pagaban por posar y adoptar un aspecto a veces cosmopolita, a veces inocente, devastador y devastado, en las fotos, pinturas y películas que ellos vanidosamente autodescribían como indie, de culto, experimental o underground. Me muestra una prueba de sí misma en cuatro por seis, parte de la serie “Figuras de Libertad” de un cliente. Su rostro está pintado de escarlata, púrpura y rosa y sus grandes ojos negros miran por encima de ropa interior roja hecha jirones, obviamente posicionada para sugerir violencia. Se ve indefensa, o como me imagino a Jesús, mirando con amor a sus asesinos desde su lugar en la cima de la cruz. Me cuenta que su “Él” fue un rockero que la alimentó una vez, que la hizo sentir segura. Dice que sueña con él todo el tiempo, que incluso a veces lucha por no despertar para poder aferrarse a la sensación de tener. La comprendo tanto que quiero tocarla, pero no lo hago porque se ve feliz hablando, recordando, y olvidando a sus clientes y a sus Cheerios. Solo escucho, maravillada por la belleza de los amoratados, por la música que resulta de las cosas rotas. Entonces, una enfermera llama su nombre. Ella se apaga, se levanta y entra.
Parte 10 – Memoria
Al final, éramos como el pelo. Un moño francés despeinado, cansado de ser tan sexy. Este es el poema que él eligió para dejarme… el que literalmente eligió para dejar sobre la mesita de noche y que yo lo encontrara a mi regreso del trabajo:
Polygamy
by Donald Revell
I married a woman, knowing I was stealing from her,
(Me casé con una mujer, sabiendo que le robaba,)
knowing what becomes of desire
(sabiendo aquello en lo que se convierte el deseo)
in stateless times and at the blurred ends
(en tiempos sin nación y de bordes borrosos)
of streets and to the immigrant music
(en las calles y de la música inmigrante)
of small operas bowed under the beams.
(de operas pequeñas inclinadas bajo vigas.)
Understanding the economy of love
(Entender la economía del amor)
fills no shop, liberates no country.
(no llena colmados, ni libera países.)
No one ever returns after he cheats someone.
(Nadie regresa después de haber engañado a alguien.)
Recuerdo haberlo leído sentada sobre el sofá rojo que era una copia del diván Swan de Arne Jacobsen y que tanto nos había llamado la atención de entre todas las cosas del Mercado de Antigüedades y Coleccionables de Lincoln Road. Leí ese poema hasta que la lluvia comenzó a filtrarse por el techo de nuestro departamento de piso intermedio, hasta que mis pies estuvieron empapados y tuve que abrir mi paraguas azul cerúleo con mariposas índigo. Leí hasta que las mariposas volaron fuera del paraguas y el batir de azuladas alas diminutas aleteando veloces se volvió ensordecedor, el rojo del sofá cegador, yo absolutamente segura de que el sofá estaba de alguna manera hecho con la sangre de gente rota.
De vez en cuando, sueño que estoy sentada en ese minimalista sofá rojo sosteniendo un paraguas, mirando hacia al frente, tentando a la mala suerte y pensando en él. Otras veces, sostengo en mi regazo una pecera vacía, como una clarividente desempleada esperando a que la gravedad me haga levantarme de ese sofá, mis muslos goteando rojo. Entonces voy y me acuesto donde mi orangután solía hacerlo, recitando una oración gritada que solo pide que surja de mí alguna oleada interna de cualquier cosa.
Parte 11 – Espíritu
La repetición intermitente del transicional, ¡DUM-DUM!, de Ley y Orden[2] me trae de vuelta. El adolescente también se ha levantado de su silla y ahora cambia los canales en la televisión de la sala de espera a tal velocidad que pinta un autorretrato pixelado de Chuck Close con los fragmentos de irrealidad en alta resolución y de gente tan sorda a cualquier sentimiento que no se puede creer.
Esta debiese ser mi clave para rascarme, pero estoy exhausta y solo puedo hacerme la muerta. En la quietud del momento, veo al aterrado pato descarriado de mi cerebro conduciendo a la angustia de aferrarme a cosas que se han ido, o que se irán pronto. Cierro mis ojos y me permito pensar en los monos azules del Asia, recuerdo a Héctor tranquilizándome, diciéndome que América va a estar bien porque sabe cómo componerse a sí misma.
Incluso cuando mi piel comienza a ansiar la punta de las uñas de mis dedos, me siento sobre mis manos y lloro y sonrío y decido que yo seré la que diga cuándo rascarme para que cuente. Yo decidiré y yo daré el cuándo al dolor, y entonces elijo esperar a que Yvonne salga de su cita con el médico, sintiéndome agradecida de tener los medios para llevarla a su casa.