el encargo

Rafael Gumucio, Chile

6 Noviembre 2023

—Se llama “El asilo contra la opresión”—me explicó Liliana—La idea es que entrevisten chilenos que no sean de la colectividad (judía). Que sea como un homenaje de los chilenos a las víctimas del Holocausto. Pensamos en ti porque sabemos que te interesa el tema. ¿Tu mujer es judía no es cierto? Hemos leído cosas tuyas que muestran sensibilidad con el tema y por eso pensamos que podrías hacer algo bueno. Te tenemos incluso una propuesta de alguien para entrevistar especialmente para ti. 

—Me interesa, claro, me encanta el proyecto, pero hay un pequeño problema práctico. Me voy a Nueva York a fin de mes. No alcanzo a hacer la entrevista.

Y un silencio al otro lado. Un silencio que se alarga más segundos, más.

—¿Y si la entrevista te la hacemos nosotros?—propone Liliana.

—¿Cómo?

—Tú haces el texto. Es que sería ideal que escribieras sobre Agnés. 

¿Qué me parece? Una locura, me parece. Hablar con ella sin hablar con ella. Entrevistarla sin entrevistarla. No se puede, pero por eso mismo acepto. 

Como si se tratara de un contrabando cualquiera Liliana me entrega las cintas en el Malibú Dinner de Nueva York y me da algunas referencias claves para fingir mejor que estuve con ella.

—Es coqueta, como una niña. Por eso la elegimos para ti, porque tiene humor la Agnés—me explica Liliana que ella misma recogió en el departamento de Agnés ¿o es una casa?, ¿en Las Condes?, ¿o Vitacura?, ¿o Providencia? Debería preguntarle, pero no pregunto. Imagino simplemente al escucharla un espacio grande, cómodo y limpio, sobrecargado de chuchería imagino también, muchos recuerdos imagino, fotos imagino, colección infinita de objetos de plata sobre una inmensa mesa de vidrio imagino, luz en los cristales y los platos o los muñecos de porcelana en algún mueble especial para ellos, imagino finalmente. 

Imagino todo porque no estuve ahí, aunque debo fingir para cumplir el encargo, que estuve ahí, que conozco a Agnes Bineth, que este es un encuentro, un diálogo imposible y frente a frente que nunca tendrá lugar. Tengo que convertir esa voz que oigo en el ínfimo departamento de la calle 24 en que vivo con mi mujer, piso 16 de una torre de 20, una ventana enrejada sobre Hudson, en una entrevista cara a cara que borre la distancia de un continente o dos que nos separa. Tengo que estar allá a través de su voz, o que ella esté aquí, donde tantos de los suyos fueron a salvar sus vida. ¿Cuántos escapados de los campos de concentración hay en mi edificio mirando por la ventana como yo a los barcos recorrer el río? “Sombras sobre el Hudsón”, pienso la novela de Isaac Bashevis Singer donde intenta vivir la vida que rescataron de los campos de concentración, el exilio, la huida, un grupo de judíos polacos, ucranianos, o  húngaros, como Agnés Bineth, que se pronuncia como algo parecido a Weber me explica Liliana. 

“Coqueta, linda, sonriente,” recuerdo el encargo de Liliana, mientras escucho salir de los minúsculos cassettes su voz presa aún, después de cincuenta años de vivir en Chile, de un fuerte acento centroeuropeo que hace que no esté nunca del todo seguro de lo que dice o calla navegando a contracorriente, de todas las lenguas en las que ha vivido: el alemán, el eslovaco, el húngaro, y un poco de inglés.

“Seis años éramos Eslovaquia, seis años Hungría” dice como si fuera una broma. En Erzek-Yvár, en la frontera entre Hungría y Eslovaquia, sin moverse cambiaban de nacionalidad, pero seguían siendo judíos liberales, apacibles vecinos que contrataban una nurse alemana para que sus hijos hablaran la lengua franca de los judíos centroeuropeos de entonces: el alemán. 

“Mi papá me compraba cosas cuando iba a Budapest, todo lo que yo quería.  A veces bailaba a escondidas de noche, pero en mi casa, sin música… y me dejó patinar. Lo retaron por dejarme patinar sola. Esas cosas no hacíamos las niñas judías en el pueblo.”

Su voz es una sola vela vacilante por sus propios recuerdos, como si este fuera un gran salón a oscuras del que puede iluminar solo rincones: una ventana bajo la nieve allá, las monjas del colegio en que estudiaba a pesar de ser en la casa judíos de todos los ritos, y las institutrices, y ese empleado, José, que cuando llegaba borracho el padre de Agnés dejaba dormir en su propia cama. ¿Dónde queda Erzek-Yvár en el mapa? En el Google no sale nada que se parezca. ¿Es en Magiar, en Esloveno o Yiddish? Liliana suavemente, porque lo ha hecho muchas veces con muchos otros sobrevivientes del Holocausto, le pide fechas, qué pasó antes, qué pasó después, pero sin insistir, sin empujar los datos para que esto no parezca nunca un interrogatorio. Pero Agnés quiere alargar más los juegos, los premios y los castigos de niña mientras a la distancia leen en los diarios cómo Hitler se hace con el poder en Alemania y anexa Austria, Polonia y Hungría. 

“Los Húngaros no van a permitir eso, decía mi papá”—repite Agnés lo que su padre decía. Y es la voz de su padre la que imita ahora, porque las voces no recuerdan, las voces imitan, las voces vuelven a lo que eran para encarnar el pasado que está siempre en ella presente. Eso es una voz, pienso, muchas capas de voz sobrepuestas, preservadas en cápsulas de tiempo. Y hay un puente de repente en la mecánica de su voz que acentúa las “r” y convierte las “v” en “w” y se salta la “s”, que anuncia que otro tiempo se prepara porque se prepara. Y hay un espacio que Liliana sabe respetar para que Agnés ocupe ese nuevo espacio en que su voz ya no alcanza y sube queriéndose apagar, pero sigue avanzando sobre el hielo que craquela bajo sus pies. 

“Mi pobre Papá, lo hicieron trabajar hasta matarlo a mi pobre papá. Hasta que los alemanes abrieron las rejas del campo y les ordenaron a todos “Caminen.” Y caminó mi pobre papá. Lo llevaba del brazo su hermano, hasta que no pudo más con el peso y lo dejó caer. No se sabe dónde está. Mi tío así de flaco lo arrastraba hasta que no pudo más y lo dejó caer. Así quedó… ¿Dónde? No se sabe.”

Y la voz de Agnés suspira tratando de recuperar el aliento, que de a poco, muy de a poco, recupera para dejar ya cualquier rastro de infancia y juego y hablarle a la grabadora, es decir a mí, que tampoco ve, que tampoco, perfecto y total desconocido que sólo adivina, pero al que le cuenta el cadáver de su papá quien sabe dónde.  

“Pero eso es después—reprime el recuerdo como esa nube de moscas que hasta los griegos pensaban que era—. No quiero confundirlos a ustedes. No quiero que después todo quede mal porque una cosa no quedó en orden. ¿Me entiendes? Primero, antes de mi papá, antes que…”

Y se detiene, se disculpa. “Antes, mejor empecemos antes…”  Y Agnés toma un trago del té que le sirvieron al comienzo de la conversación y que ya debe estar frío a esta altura.

“Mi papá hizo todo por salvarnos, pero yo no quise. Yo de verdad no quise irme de la casa. Tres intentos de salvarnos mi papá hizo. Mi papá tenía un amigo que tenía un hijo soldado. Ese chiquillo me quería llevar como novia a Eslovaquia. Mi papá mandó detrás de mí un detective si cualquier cosa me pasaba me cuide. Me puse toda distinta, anteojos, otro peinado para arriba para que no me reconocieran. Llegó el tren, pero cuando lo vi, lleno de soldados alemanes y justo veo otro chiquillo que no era judío y me conocía en el anden, y todos esos soldados alemanes y yo me empecé a imaginar que el chiquillo me iba a denunciar. Entonces me puse nerviosa, y me dio miedo y le dije al soldado, perdone, pero no puedo, discúlpeme, pero esto me da mucho, mucho miedo a mí. Ese fue el primer intento.”

Y deja la taza de té de vuelta a su lugar. Sin verla veo la mano, las cejas, la atención entera de Liliana que quiere que Agnés no se distraiga, que no se pierda, que siga con el segundo intento.

“El segundo intento fue que mi padre mandó a mi hermano a una familia allá en el bosque. Mi hermano estaba una semana, y lo mandaron de vuelta, que ellos no se atreven a eso, que les daba mucho miedo. Ese fue el segundo intento.”

Y Agnés ya sabe que tendrá que llegar hasta el final, y su voz es más fría, más monocorde que hace cinco minutos. Es la voz de los hechos. 

“El tercero intento fue que mi papá arrendó un camión que nos iba a llevar a Eslovaquia. Arrendó un camión grande mi papá para que nos fuera a esperar en el cementerio a mí, a mi hermano, a mi mamá y a una amiga de mi mamá. Estábamos todos esperando, detrás de las tumbas cuando llega el tipo, el guardián del cementerio, y nos dice a nosotros qué hacen aquí ustedes. Y llama a los carabineros y fuimos a la cárcel.”

Los carabineros chilenos que se infiltran en esta historia húngara, como la palabra chiquillos. De todas las lenguas, la chilena de la calle es la que más acaricia porque ahí no hay noches tan frías. O quizás es mi chilenidad perdida en esta torre de 20 pisos, el río Hudson, mi exilio que no es exilio, mi inmigración que no es inmigración, pero se parece. La lengua en que se es feliz es la que se queda, pienso. Aunque quizás se quedan las otras más tiempo. Mi abuela olvidó el español, después el francés, después el inglés, después las canciones o una extraña melodía que cantaba sola.

“Primero una semana en cárcel y después en ghetto nos llevaron. Siete mil judíos en una fabrica de esas de madera, no sé como se llaman en castellano…”

—No importa Agnés, preciosa, sigue nomás—la calma Liliana en la grabación. 

Mis ojos, pienso, ¿qué habría hecho con mis ojos para no mirar los suyos de estar yo haciendo la entrevista en vivo y casi en directo? ¿Habría visto mi pudor o es la voz sin cara lo que me intimida, no me habría salvado tener su cara, su sonrisa, el contexto de su dolor? No sé. Me pasa siempre en las entrevistas, cuando el entrevistado va a hablar algo incómodo, doloroso, revelador, cambio de tema, y es el entrevistado el que sigue porque lo que tiene que decir tiene que ser dicho.

“Ahí estábamos, en ese lugar que no sé cómo se llama, sin comida, sin cama, sin nada. No se sabía cuándo era Pesaj, Rosh Hashaná o Iom Kipur. Hasta que nos llevaron en un tren a todas las personas del ghetto, sin agua, sin comida, en el tren de los caballos. Era terrible. La gente gritaba, se quejaba, lloraba. Dos días hasta llegar a Auschwitz. Pero como estábamos mi mamá y mi hermano juntos nos “encuncunamos” bien y no nos pasó nada. Andábamos bien vestidos para el invierno, además. Hasta guantes teníamos.”

Encuncunarse, larva de mariposa que en Chile se llama “cuncuna” porque es la cuna en que la oruga moja sus alas. Crisálida, la más poética de las palabras del castellano, el cocoon inglés de que también puede que venga la cuncuna chilena. Encuncunarse, una palabra que no existe pero que Liliana y yo entendemos perfectamente. De nuevo el chileno en medio de todos esos idioma en que Chile no existía. Otro tiempo, no sólo eso, otra dimensión del tiempo, sus cuerpos encajados uno en los otros camino a lo que no saben aún que se llama campo de concentración. 

“Después de dos días sin comer, y sin agua nos bajaron del tren los SS. Nos llevaron a una sala grande y nos empilucharon a todos. Nos quitaron las ropas, las joyas, las carteras, los pasaportes, todo nos quitaron. Mi hermanito estaba con mi mamá, tenía doce años, todavía no tenía barnisba….”

Y aquí su pecho que busca aire, que busca palabras, que evita el llanto, vuelve atrás como un caballo que encuentra la tierra resbalosa, que busca por instinto otro sendero mejor para no caerse al río caudaloso hacia lo que todo parece querer que resbale. Empiluchar, anotó, otra palabra chilena.

“Cuando terminaron de cortarnos el pelo a ras, yo busqué a mi mamá y no la reconocí. Nadie se reconocía, éramos como otras personas con la misma ropa todos y sin pelo. A algunos los tatuaron, a mí no. Después nos pusieron quinientas mujeres en una barraca, con un solo trapo encima. Trapos de otras personas. Tú, a la barraca checosolovaca, me gritan, no sé por qué… Pero eso fue después. Eso es después, no quiero confundirlo a usted….”

Y sus ojos que no veo, y su mano que adivino, y su cuerpo acercándose a la grabadora, pidiendo disculpas porque es un trabajo esto, un trabajo que hago yo y hace ella, que los dos abordamos al otro lado del tiempo y el espacio para que salga todo en orden y coherente en el libro donde contará por primera vez el viaje en castellano. Busca, para que salga bien el libro, lo que los recuerdos no tienen ni pueden tener, el orden y la coherencia en que nada se pierde. Vuelve donde se quedó, que es donde justamente no quiere quedarse. Pero tiene que volver, volver como si no supiera el final que igual sabe. Continuar donde no hay otra continuidad que su propio dolor inútil y necesario en ese departamento o quizás en una casa en Providencia, Las Condes o Vitacura.

“Estuvimos tanto tiempo, tanto tiempo en el Lager. ¿Cuánto tiempo estuvimos? 

No sé, semanas, meses. No había cama, no había cómo abrigarse. Todos teníamos miedo. Tengo historias tan largas, tantas historias que se va a aburrir usted. Son como para cien libros. ¿En qué estaba? ¿Qué estaba contando?”

El Lager, el campo—le recuerda con toda suavidad la voz de Liliana que casi ha desaparecido de la grabación, pero está todo el tiempo ahí, una pierna sobre la otra, imagino, el tracto delantero del cuerpo adelantado hacia ella, imagino, sus manos como dirigiendo en el aire el tren de carga de los recuerdos imagino, o de las palabras que arrastran los recuerdos sobre los rieles oxidados de los años imagino, los continentes suspendidos a su voz que no sabe cómo empezar lo que no empieza ni termina nunca. Y las manos de Liliana, imagino, que sin exigir más, quieren más, empujando en el aire las palabras reticentes, tratando de encontrarle una sola y definitiva salida. 

“Ah sí, la cabaña Checoslovaca… De repente nos ponen quinientas jovencitas, no sé por qué, y en cada ventana una niña polaca, judía como nosotras, de cuidadora. Yo me pongo a llorar y la cuidadora polaca me dice, imagínate primera noche en un campo, yo no sabía nada… “Qué te pones a llorar, yo llevo dos años en Auschwitz—me dice, enojada, la cuidadora Polaca—yo he perdido todo, todo, mi familia, todas mis cosas, yo ya no lloro”…Si tú eres un palo, o un fierro—le digo yo—, no es mi culpa, yo soy un ser humano todavía. Quizás después yo sea como tú. Quizás yo después no llore más, como tú no lloras, pero por ahora soy humana, tengo sentimientos yo, y lloro. Pero eso es después, eso pasó después, no quiero confundirlo a usted…”

“Son muchas cosas, muchas cosas, no quiero enredarlo a usted. Antes nos separaron a mi madre, a mi hermano y a mí.”

Nada de palidez, nada de pañuelo, nada de lágrimas, decido. No voy a fingir que estuve ahí, aunque sienta que aquí estoy. Tengo la voz, sólo la voz, no me tengo que mover de ahí. En la voz está ella y yo suspendido en el piso 16 , ventana sobre el Hudson, sombras sobre el Hudson, el río al que llegan los que no llegan a ninguna parte más. La voz, digo. La voz, decido. 

“Ahí a la entrada del campo, ahí decían: tú aquí, tú allá, tú más allá. Y llega la cuidadora alemana y ve a mi hermano abrazado a mi mamá. “¿Y por qué está abrazado contigo ese niño?” dice la cuidadora. Es mi hijo, dice mi mamá. “Ven para acá” dice la cuidadora y saca a mi hermano del corazón de mi madre y se lo llevó a la gas cámara.”

Y la voz de Agnés se tuerce del todo al decir al revés “gas cámara” y se detiene incapaz de evitar el llanto. “Gas cámara” anoto para no corregirlo cuando edite el testimonio, para que quedé igual “gas cámara”, que dice todo lo que ya no dice “cámara de gas” quizás porque también eso no se traduce, cierto dolor, cierta realidad más real que la realidad se queda en otro idioma o en un idioma a medias

“Me sacaron a Georgi del corazón, me dijo a mí mi mamá llorando. Yo le dije, a mí también, mamá, a mí también me lo sacaron del corazón. Y entonces nos separaron”—le cuesta a Agnés seguir hablando.

“Linda”—intenta Liliana. Pero Agnés se sobrepone y a marcha forzada y sigue con otra voz que su voz, o con su misma voz después de perderse en la extenuación de sí misma, cuando todo sigue y nada puede seguir. Eso es seguir, seguir—“….entonces nos separaron mi madre y a mí. A ella la llevaron con otra gente, en otra fila y a mí con las quinientas mujeres. Todas jovencitas, no sé por qué. Hasta que de repente, un día, miro afuera, no veo a ninguna niña parada afuera de la barraca. Ningún soldado vigilando la calle del campo que es muy grande como una carretera, una Freeways como dicen en América. Así que abrí la ventana y salté. Dios sabe que es verdad, porque él me ayudo. Sin él no habría podido. Salté, entonces, y corrí por la carretera. Corro, corro, corro… Ni un alemán, ni un perro, nadie de nadie. Hasta que veo a mi mamá, me ve a mí, parada en una fila. Me acerco, no nos decimos nada, nos quedamos calladas. Y de pronto empiezan a contar, porque 25 personas no más podían estar en esa fila. Eins, Zwei, Drei…, empiezan a contar. Y de repente dicen “Cómo puede ser que aquí hay 26. Aquí sólo tienen que ser 25.”

Y Agnés que cierra los ojos para no ser ella la número 26 o eso imagino yo a miles de kilómetros y semanas de distancia. Eso veo que cierra los ojos de orgullo y vergüenza al mismo tiempo en Las Condes, Vitacura o Providencia y en ese lugar entre Polonia y ninguna parte donde terminó de rodar su tren y la raparon y la separaron de los suyos y corrió y corrió por la inexistente “Freeways” hasta su madre.

“Pero los alemanes toman a la última de la fila y dicen tú, tú sobras. Y se la llevan. No sé dónde. Lo siento mucho, pero era ella o yo. Nadie dijo nada, nadie reclamó nada.”

Y sin atreverse del todo a abrir los párpados, el alivio de saber que sigue siendo parte de la fila de los 25.

“Nos llevaron a Plaszow, en el sur, en un tren de pasajeros. Después nos hicieron caminar varias horas. Pero ya no importaba porque estábamos juntas mi mamá y yo. Llegamos al campo y nos ponen a trabajar. Había que llevar hasta el cuarto piso un fierro gigante. Y bajar el fierro y subir de nuevo, el día entero. Cuatro piso para arriba, cuatro piso para abajo. No sé para qué. Pero lo hacíamos, teníamos que hacer eso. Subíamos y bajábamos ese fierro en la fábrica. Ni una menstruaba. No sé que nos ponían en la sopa, pero ninguna menstruaba. Todas tenían piojos. Yo no sé por qué mi mamá y yo no tuvimos piojos. Yo, mi mamá y la mujer de un abogado éramos las más ordenadas.” 

La voz de la niña regaloneada de Erzek-Yvár vuelve a pedazos estrellados entre las frases. Anoto eso también, siempre compite, siempre rivaliza, siempre baila por la atención de lo que ya no atiende a nada, ser la 25 de los 26, la elegida todavía.

“Éramos como los animales, y nos trataron como animales. Nos despertaban a las cinco de la mañana y nos daban un pedazo de pan. No nos daban nada más todo el día. En la tarde cuando volvíamos del trabajo nos daban una sopa, pura agua, nada de carne o verdura, pura agua. Con mucha suerte una papita, nada más. Mi mamá tenía tanta hambre, una hambre terrible que tenía mi mamá. Tanta hambre, tanta hambre, que se metió adentro del barril en que habían preparado la sopa a buscar si encontraba algo. Me dio tanta, tanta pena, pero no tenía cómo llorar. Ya no tenía lágrimas.”

Ya no tenía lágrimas. La cuidadora polaca que la retó por llorar tenía razón, anotó mentalmente. 

“Una cuidadora alemana me llevaba papas, pimienta. Me regalaba cosas. Y le pregunté en alemán “¿por qué me quiere usted tanto a mí?” Y me dijo: “¿Sabes por qué? Yo estuve muchos años en la casa de una familia judía y una de las niñas que cuidaba yo se parecía mucho a ti.” En mí ella veía a la niña que cuidaba. Ella la quería mucho a esa niña parece. Me salvó una vez la vida esa cuidadora. Estaba caminando en una de las calles del campo de concentración cuando un prisionero me entrega un diario. Yo no sé por qué, quizás por ver si noticias tenía, no sé, yo fui tonta y le acepté el diario y no lo boté al suelo. Un alemán me vio y me dice qué haces con ese diario y me lleva a empujones hasta el segundo piso. Lleno de alemanes, todos en uniformes con fusiles. Y yo llorando, diciendo: “Yo no sé qué dice el diario, yo no lo leí. Yo no hice nada.”

“Me dicen, tú debiste botarlo. Te vamos a matar. Estaban ya preparando no sé qué cosa hacerme cuando entró la cuidadora. ¿Qué quieren hacer con esa niña? Dijo ella. A esa niña no le hacen nada, es la más trabajadora que hay aquí, la más limpia que hay aquí, la más honrada que haya aquí. Y así me salve.”

Un suspiro. La elegida, vuelvo a anotar. Parece que va a detenerse, pero sigue.

“Mi mamá me decía cuando llegamos a Auschwitz, hay gente destinada a vivir y otra destinada a morir como nosotras. Pero el destino de nosotras no era morir. No sé por qué, no entiendo, pero así quería el destino. Yo creo mucho en el destino. Yo creo mucho en el Dios, usted sabe. Eso es lo que me ayuda a mí, ve, creer mucho en el Dios. Eso me salva, si no, no podría.”

Liliana le dice que por supuesto, que ella sabe que cree mucho en Dios, Agnés querida. Pero ella está concentrada en la grabadora, en la historia, en mi trabajo y el suyo, que su historia quede correctamente grabada, que sin verla pudiera ser los ojos que la miran en otro lager al lado de unos italianos. 

“Una vez en el baño uno de esos italianos, uno gordito que había sido carnicero en Italia, imagínese, me pasó un papel. No eran judíos, creo, creo estaban ahí por política, o algo, no sé. Estaba escrito en francés el papel, no lo pude leer, pero se lo di a una niña que leía francés y que me lo leyó a mí. Decía algo como: Tengo tanta pena contigo, una chiquilla tan linda, y tan sufrida. Por favor no te enojes si te voy a entregar algo para comer. Así todas las mañanas me entregaba una cosita, un pancito, algo, porque ellos tampoco tenían mucho, pero algo más les dieron. Y después otra carta que decía: “Me enamoré de ti y quiero que cuando salgamos en libertad quiero salir contigo.” Pero ahí mi mamá se puso firme. Agnés, tu no vas a recibir nada más, aunque nos tengamos que morir de hambre, nada más.”

Linda, ya se lo dijo la cuidadora alemana, su papá.

—Coqueta—me dijo al encargarme el caso—Es una mujer coqueta, linda, alegre— recuerdo. Ese es el encargo. 

“Al otro día yo ya no le recibo el regalo, y al otro día tampoco, y tampoco al otro día hasta que otra carta me manda él. Las pasaba por un agujero del baño, como en el colegio. Y me dijo en la carta “Yo sé que tienes hambre y si no recibes los regalos es por orgullo. Yo no te voy a obligar a ir conmigo o casar conmigo. Yo no te quiero obligar a nada, pero si tienes hambre tienes que hacer todo por comer.” Ahí, recién mi mamá dijo: “Bueno ya.” Le acepté los regalos de nuevo. Pero las otras niñas se pusieron celosas y me dijeron todas tenemos derecho a comer, en la fila cámbiate de lugar con la Helena. Y yo dije sí, yo no quiero quitarle nada a nadie, yo no quiero tener problemas con nada.”  

“Así que me pongo en el quinto lugar de la fila, pero el carnicero caminó hacia mí y me entregó el paquete igual.”

Y Agnés deja ir una sonrisa o algo que oigo como una sonrisa al fondo de la cinta. De nuevo ser la elegida, que te elijan, eso es el lujo, el amor y el capricho en eso consiste, en que te vayan a buscar, aunque seas quinta en la fila.

—¿Cuánto tiempo?—vuelve a preguntar Liliana. ¿Cuánto tiempo en Plaszow? No sabe, responde Agnés. Solo sabe que un día la cuidadora que la quería, se acercó a Agnés.

“Me quiero despedir de ti con un beso. Yo te quiero mucho, tú eres una niña muy buena. Ahora van a venir a liberarlos los rusos. Yo me tengo que ir porque me van a matar a mí por todo lo que le hemos hecho a ustedes, nos van a matar. Sólo te pido una cosa—dijo ella—que no le digas a nadie donde me voy. Que tengas suerte.”

“Y así, una mañana, así, de la nada, no había guardias, ni perros, ni fusiles y salimos todos de las barracas y todos se llevaban todo lo que encontraron. Comida, frazadas, botas, todo. Pero mi mamá se sentó en el camarote y yo me senté con ella, muertas de hambre las dos mientras todo el resto comía todo lo que encontraban, como locos. ¿Qué hacemos mamá? Le dije. Ni por nada vamos a robar, me dijo mi mamá. Nosotras no vamos a caer en eso. Y las tripas que nos sonaban.”

“Entonces llegó el italiano y mi mamá me pellizca el brazo y me dice “¡Cuidadito!” Pero le dije a la mamá “¿Cómo le voy a agradecer todo lo que hizo por mí este italiano?”. Y mi mamá sacó unos pantalones que encontró botados en una cama y me dijo: “Dale eso y dile que muchas gracias.” 

“Así que bajé con el pantalón y le dije gracias. Pero él me quería llevar con él. Me hizo un signo con la mano, porque yo no hablaba italiano y él no hablaba alemán así que no nos podíamos entender. “No, no,” le dije yo con las manos. No—me imagino que hace ella con su mano en el departamento—. “Y él me dio la mano y yo le entregué el pantalón, él no quería recibirlo, pero después dijo que sí con la cabeza y se fue. Y mi mamá desde el segundo piso vigilando todo.”

Su voz ahora se apura porque sabe que lo que importa para el libro, lo que yo tengo que transcribir, lo que tengo que contar ya lo dijo. Lo que viene ahora es suyo y sólo suyo, la llegada de los rusos al campo y las mujeres desesperadas lanzándose a sus brazos.

“Los rusos parece que tampoco habían tenido mujer en mucho tiempo. Fue una cosa tremenda. Mi mamá y yo dijimos, hay que irse. Y nos pusimos a irnos. Caminamos hasta el tren. No sé cómo llegamos a mi ciudad. Preguntando, preguntando, preguntando. No sé cómo conseguí unos calcetines con pompones, y un vestido que me quedaba chico. No teníamos plata, no teníamos nada, pero llegamos igual, porque teníamos tantas ganas de volver que llegamos.”

“Y no había nada en el pueblo. Ni la fábrica, ni los muebles, ni los candelabros de nosotros. Todo lo de nosotros no estaba. Sólo estaba el José. El José que había trabajado con mi papá. Era como un hijo para mi papá. No era judío así que no le hicieron nada los alemanes. Él en secreto se llevó todas las máquinas de la fábrica, y algunos muebles de la casa y los escondió en el desván de la casa suya todos esos años. Cuando llegamos nos entregó todo de vuelta. Era bueno el José, nos quería. Y mi mamá se puso el delantal azul y se puso a trabajar, a trabajar, a trabajar, para que pudiéramos comer de nuevo.” 

Y su pelo vuelve a crecer—cuenta su voz de vuelta a la niña del comienzo de la primera cinta hace exactamente sesenta minutos— y su cuerpo encuentra vestidos de colores, y el paso liviano y justo empieza una relación por carta con un amigo de una tía que vive a un día en tren de ella, y le manda cajones de rosas a larga distancia y cartas, muchas cartas. 

“Emile, como se llamaba allá, Emilio como se llamaba acá, era muy buena persona. La persona mejor que hay era mi marido. También estuvo en campo de trabajo, pero no mucho tiempo.”

Y se van a vivir a Viena, pero los negocios no andan bien y unos parientes de Emilie, que luego se hará llamar Emilio, que viven en Santiago, le dicen que hay posibilidades en Chile. Toman el barco y llegan a Santiago. Ella embarazada de su primer hijo; él intentando hacerse entender en su escaso español con los locales. Su madre abre en Santiago la misma fábrica de maletas y carteras que dejó en Erzek-Yvár. Su marido se vuelve—como lo fue el padre de Agnés, allá hace tanto tiempo—líder de la comunidad judío-húngara en Chile. 

Y los niños, y los días, y el sol. Los problemas, las dudas cotidianas, esas angustias que comparadas a la otra angustia son casi un regalo.

“Emile siempre me decía tengo susto de dejar sin mí a ti. Y yo le decía, ¿Y cómo sabes que primero me voy yo? Pero fue él el que se fue. Yo parece que era más fuerte.”

Se detiene por última vez su voz, antes de empezar con los nombres de los hijos y los nombres de los nietos y sus profesiones y sus esposas. Por última vez es el aire de la muerte en vida, de la vida en muerte el que revela ese secreto que no quiere saber y sabe: es más fuerte, más fuerte que Emile, más fuerte que tantos a los que les tocó el número 26 en la fila. 

Pero la vida sigue. Esa es su gracia, su desgracia, que la vida sigue y sigue la voz. Su vida, tan lejos en otro idioma, continente, ciudad, tan lejos que nadie ni nada les recuerda lo que ha sido. Hasta que de pronto el hijo de un primo se casa en Londres y la familia insiste para que Agnés viaje de vuelta a Erzek-Yvár, que no encuentro en ningún mapa, aunque a una velocidad envidiable viajó por Google Maps por toda la frontera con Eslovenia, Austria, Rumanía.

“Vamos a Hungría, me dice mi primo, ahí en Londres. Yo te llevo. Casi me obligó.” 

Y llegan a Erzek-Yvár, al cementerio donde una vez Agnes esperó un camión que la salvaría de los campos y el hambre que el guardia interrumpió. Camina por el cementerio esperando no sabe qué, no sabe quién. Lee los nombres en las tumbas. Pero de su familia sólo quedan tumbas oscuras al fondo del cementerio. Tumbas de antes de la guerra. Abuelos, tíos abuelos, tíos carnales, los últimos de sus parientes que tuvieron derecho a un pedazo de su tierra en que morir y ser enterrado en eso que fue y no será nunca más su pueblo. 

Las tumbas de los abuelos. Los tíos. No su papá, no Georg que no tiene aquí ni en ninguna parte tumba alguna.

“De saber que iba a ser así no habría ido yo a Hungría con mi primo.” Dice ella. Y de vuelta a Santiago, y al castellano, una sonrisa, una taza de té y un suspiro final que más parece un brindis: 

“Tanto sufrir, tanto sufrir que no sé cómo estoy viva”. 

Otro trago de té y una sonrisa que no puedo ver pero que oigo, o que quiero, que necesito oír, para poder terminar el encargo.