colores de la salvia

Nazli Karabiyikoğlu, Turquía

3 agosto 2022

Volviéndose Púrpura

Todo, cada una de las cosas es pelo de gato, colgando en el aire. Voces agrupadas juntas en la curva más estrecha de la calle de espiral. Estamos de pie tras la multitud, justo – al final. Tienes marcas en las manos, puntadas en el cuello, tu cabeza. Demacrado… Usas el abrigo que hace que tus hombros se vean más anchos, el que escogiste con tu exesposa hace unos diez años. Tu postura, tu apariencia, son viejas. Tal vez eso sea bueno, para que me acostumbre a ti una vez más. Rápido… Conjuro las memorias de vuelta, justo así.

Ambos fuimos atrapados bajo el peso de un árbol. Cargándonos a nosotros mismos; cargando a un marido y a una esposa. Corazones y manos llenas. Los días cuando nuestras libertades de silencio coincidieron, a pesar de los alféizares de las ventanas que se marchitaron con viento por el apartamento barato que rentamos en un vecindario rodeado de  muros, las diatribas que ambos memorizamos con diferentes decoraciones de otras dos casas en el fondo. Los pisos están siempre fríos, no camines descalzo. Es demasiado.

No esperaba verte así tampoco. O que hubiera encuentros que lo congelan todo y a todos alrededor. De hecho di uno o dos pasos atrás, seguro tú lo viste. Cada recuerdo que enterré lo confundió todo como un tornado, como una tormenta catastrófica; yo resistí. Oh, las historias que diluviaron de tu cara gris, lo leí todo en tu bigote. Medí tu distancia. Sin retorno, frío como el hielo, sin reparación. Me acerqué a tu cuello, olí por debajo de tu camisa. Olores de no vuelvo a casa esta noche, colegiatura de los hijos, el jardín de naranjas de tu padre, la parte inferior de las uñas de tu esposa. Por suerte, por debajo de todo eso, mi nariz percibió tu esencia de jengibre limón. Solía reconocer tu cara en las revistas, no solías estar en el centro, pero te encontré en lugares donde pude escuchar tu voz. Tenías mujeres feas a tu alrededor, y veteranos cuyas barbas se habían puesto amarillas por el tabaco. Cuando terminaste de leer tus papeles, platicabas con quienes tuvieras a tu  alrededor. Yo esperaba en las esquinas, para que tus ojos se cruzaran con los míos, o para esconderme cuando voltearas tu cabeza en mi dirección. Una noche te seguí hasta que llegaste a la taberna que habituabas, me mezclé con la multitud y me senté en tu mesa. Después de un rato me sentí mal por lo que hice y decidí marcharme. Estaba a punto de levantarme y tú me viste. Me deshice de la vergüenza a la que me aferraba tanto y te dije mi nombre.

Compartimos camas. Hasta dejamos de cambiar sábanas después de un tiempo. Nos dormíamos con los gemidos de la noche anterior. Ella en tus brazos, yo en los de él. Querías un cuarto, un mundo, un lugar donde poner nuestros cuerpos. Rentaste ese apartamento. Tenía tu nombre en el contrato. Colgaste las cortinas y compraste un sofá. Yo escogí la cama. Copas, platos, ceniceros. Torcidos, cada uno es diferente. Tus libros apilados ahí, un escritorio. Rastrillo, lociones. Yo llené la agrietada tina con agua. Pasaba el tiempo ahí aun cuando estaba sola, al mediodía. Me compraste pantuflas.

Cuando te veo, manos negras como la tinta aprietan mi corazón. Me sofoco con cables. Veo colores desaparecer, armonía rompiéndose, y un corazón pudriéndose. Mis entrañas apestan. Moscas llenan mi boca. Mi cabeza deja tu cuello y vomito en tus zapatos.

No sabía qué hacer cuando estuvimos solos la primera vez. Pasar la puerta de la entrada, entrar en la casa por el balcón. ¿Cuál deseo iba a admitir? ¿Qué necesidades iba a permitir? ¿Cómo me iba a presentar a ti? Mis ojos, ¿iban a permanecer cerrados cuando me acercara a besarte? ¿Gemir o gritar, o quedarme callada? ¿Regresar a la versión original, o crear una nueva con todas las mujeres en las que me había convertido hasta entonces? Sólo me quedé ahí, pues no pude decidir si dejar que tú guiaras y actuar como una monja, ignorante de toda anatomía, o ser una puta exagerada. Tú diste un la. Jalaste el cabello de mi nuca con todas tus fuerzas y me enderezaste. Después de eso mis ojos se quedaron bien abiertos.

Dos niños pasaron por mi vientre. Cebollas tornándose rosa, bellos sillones, manicuras. Para mí, a quien abofeteaste e hiciste sentar en la banqueta, insomnio, deshidratación y hambre se sucedieron. Numerosas oraciones cortadas, una falta de poesía, muchas caminatas por la playa, órganos bajo llave. Las imágenes del viaje a Siberia que hubiéramos tomado se quedaron. Incluso tu cara fue borrada de la memoria. Me olvidé de tu crudo afecto, atando mis manos, colgándome del techo. Borré tus descripciones, diciéndome lo que me harías en el compartimento de la litera. Eras antes, tenías polvo encima.

Agarras mi cara y tratas de tomar lo que hay en mi boca. Te da miedo que me ahogue. Me cargas a un taxi. Estamos en un hotel de segunda. ¿Por qué no fuimos a un hospital?

Modelaste algo más de mí, de la piel que pensaba que era mía, de lo que estaba debajo, de mi cabello, mis venas, glándulas sudoríparas. No recuerdo mucho ahora. Recuerdo tratar ansiosamente de entender dónde estabas en el cuarto, con mis ojos cubiertos. Frío, escalofríos. Pero sí tengo pantuflas. Estás detrás de mí, acurrucado en el sofá. Después me quitan las pantuflas de mis pies, uno a uno. Todo lo que me has quitado, tapando el drenaje. El agua no se va. Gris, sucia, jabonosa. Veo tus piernas entre las mías. Tu sudor como el agua que corre.

Estoy fría, pálida. Tratas de calentarme, me quitas la ropa y frotas. Limón, jengibre. Entre más sudas, más limón y jengibre. Quiero que frotes más fuerte, mi piel. Quiero que tenga tu marca. Estoy temblando pero finjo temblar aún más. Para que te preocupes. Frótame más, te digo, siento más calor. Tú lo haces. Donde frotas se pone verde, un moretón. Pasan los días y me vuelvo púrpura.

Volviéndose Amarillo

Difieren tanto. Nunca hubo ni una ligera oportunidad de que se conocieran. No se caerían bien aunque lo hicieran. Estaban tan lejanos, tan distantes. No se ponían en pie uno junto al otro en la calle, ni siquiera por coincidencia. Sólo se ponían amarillos por el mismo tiempo. Uno sentía en la cara de su esposa la otra, en la de su marido; el secretismo. Seguían el juego. Después de un tiempo, el marido hasta olvidó la noche en que cambió de color. La mujer, sin embargo, apretó fuerte el cólico de su estómago.

Volviéndose Rojo

Hablan de lo que harían en cada parada del Exprés Trans-Siberiano, después de tener sexo. Acerca de al tundra, del hielo, los caballos, la carne… Niños de ojos rasgados, niñas y sus rosadas mejillas, espadas, mitos, chamanes… Ponen el incensario y duermen. Entrelazan los dedos de los pies mientras duermen, y las piernas de la mujer empujan contra la entrepierna cóncava del hombre. Ella cae en él pero en su sueño, otra vez,  patalea y cachetea al de al lado cuando está durmiendo, puede que jale su cabello, rasguñe su cara, le asfixie. El hombre que piensa que ella duerme con un ojo abierto, se despierta en la mitad de la noche para orinar, y sin importar cuánto orina, su erección sigue ahí. Él la despierta. Lo mismo que ocurrió por la tarde, pero más salvaje.

Si va a pasar más de un día, el sol sale en las paredes de la casa a las tres de la mañana. Después de las ocho está siempre la luna.

La puerta está cerrada dos veces y la llave descansa en el cerrojo.

Mujer hace la cama con sábanas recién lavadas que trae enrolladas en su bolsa cada vez; hombre jala las esquinas y quita las arrugas. Funda de almohada, cobija. Lavada ilícitamente. La manta en el sofá. Manchas, quemadas de cigarrillo, migajas. Pasa un día entero en posiciones de yoga.

Postura del Perro boca abajo.

Postura del Niño.

Ardha uttanasana.

Del Perro boca abajo hasta su costado, bien abierto para saludar al sol, después al guerrero, ahí es cuando puede resistir –lo más mínimo– y se abalanza sobre ella. Aunque le gusta agarrarla al principio de la secuencia. En el Perro boca abajo.

Cocinan salvia. Ella camina por cada cuarto con la taza esmaltada entre sus manos. Tosen con el fuerte aroma. Después de lamer, morder, rasguñar que dura por horas, la pose es la misma: Savasana. Ponen sus palmas en la mullida alfombra, y esperan para encontrar una fuerza que arregle sus columnas. El incienso termina de quemarse, dejando atrás las cenizas. Es este desastre el que los libera más. Lejos de niños por limpiar.

La mujer, deja de preguntar por qué. Está mareada en el vapor de su sexo. Se mueve en armonía con la texturizada, profunda voz del poema que gira alrededor del falo. El poeta pierde nombres, versos, medidas. Se detiene de repente, alguna suerte de comprensión. Es ahí cuando él empieza a atar sus manos. Detrás de ella, delante de ella. En el techo, en el suelo. Una corta cadena. Dolor. Él compra un calentador pequeño para mantener sus pies calientes en la desnudez. Un aire rico y tibio sopla bajo sus pies, cuando su cabeza cubre su entrepierna.

Halasana

Asthangasana. Una música excéntrica en el fondo. Su mantra el poeta. Dedos de los pies en los labios, entrañas en la espalda, dientes en la axila, piernas sobre la cabeza. La quietud del entrelazamiento. La única vez que olvidan poner la llave en el cerrojo. Puerta de madera aglomerada. Puerta sucia. Débil. Barata. Corriente, la cerradura inservible contra un jaloneo de una tarjeta de crédito.

Sin importar qué tan densa la pasión, qué tan estricto el tabú, la vergüenza encuentra su camino hasta la superficie.

Traducción desde el turco al español:

Karenina Osneya