trocha 13

Rodrigo Ramos, Chile

13 diciembre 2022

Trocha es una serie. Puedes leer Trocha 12 aquí.

F iba en bicicleta alertando a los venezolanos que cinco minutos más atrás venía la marcha. F me cuenta, en la mesa de un bar de calle Baquedano en Iquique, que alertó a niños, jóvenes y mujeres. Y que ellos no creían de dónde tan mala onda, tanta maldad. Unos se quedaron. Después intentaron esconderse donde podían. No había visto una marcha similar en Iquique: el odio se percibía por las miradas, por las posiciones de los cuerpos, por los gritos. Parecía una tribu loca, drogada, yendo hacia una batalla, me redondeó F. 

Entremedio vi algunos conocidos, con los que he compartido. No me sorprendió que estuvieran ahí. Ahora ni cagando los saludaría. 

Llamas. Lenguas de fuego que adoptan formas. La hoguera engulle zapatos, vestuario, madera, nylon, pasaportes, carpas y maletas. El fuego aumenta con un coche de bebé lanzado con furia por un hombre empaquetado con la camiseta roja futbolera de la selección, un patriota de asado de choripán con chela. La imagen queda congelada. El patriota se esparce por tuiter. El hombre se transforma en bestia, en orco. La pira monstruosa de los enseres de migrantes es el summum, comparable a los pogromos de las noches de los cristales rotos que da inicio al holocausto judío, o de los perros colgados en los postes que anuncia el terror de Sendero Luminoso en Lima.

La pira es un presagio. Un mal presagio.

Iquique se había ido al resumidero.

Iquique, el histórico Iquique, el glorioso Iquique de Prat y del Tani Loyza, se había transformado en la ciudad de la xenofobia. 

A más de dos mil kilómetros de distancia, en Santiago, el rostro televisivo de turno, culpaba a los iquiqueños. No sabía bien el fondo de la olla. No. J duda si estos eran iquiqueños o no. J nos aclara a R y a mí, en un almuerzo en un restorán peruano de calle Bolívar, que la mayoría de los de la marcha eran afuerinos.

Es población flotante relacionada con la minería que llegó en el último tiempo, arribó a Iquique desde el sur y trajo ese patriotismo de estadio. 

Los vecinos de la plaza Brasil eran los que más se quejaban en Iquique de tener a esos parias migrantes, decían, ocupando su plazoleta en forma de L. El desalojo llegó en la tarde, a la hora del té en los antiguos departamentos de concreto helado. Los espectadores se asomaron por las ventanas. Estaban listos y dispuestos para presenciar que se cumpliera su anhelo. 

Soy vecina de la plaza Brasil. Creo que fue un acto brutal y desesperado el desalojo. Ahora hay silencio si… pero un silencio cómplice de fascismo.

Me encontré, después de muchos años, con un viejo conocido de mi época metalera adolecente. Nos reconocimos. Se me acercó. Él no andaba ni drogado ni borracho. Le conté que vivía en Antofagasta. Antofalombia, me respondió con una risa.  Me preguntó cómo podíamos aceptar vivir con tanto migrantes. No esperó mi respuesta y me propuso que los antofagastinos debíamos colgar a cada migrante, uno a uno, en fila, en la entrada de Antofagasta, como los prisioneros de la revolución de Espartaco que fueron crucificados camino a Roma. Luego revisé su perfil en Facebook. Usaba una polera donde había la imagen de un helicóptero lanzando prisioneros políticos al mar. Lo proyecté como un corpóreo del Ku Klux Klan. 

Proyecté a ese metalero de nombre Eduardo, que medía casi un metro ochenta, con una chaqueta negra, bandera chilena y un bate. Él encabezando la purga contra los migrantes por las calles de Iquique. Recordé a un viejo relojero iquiqueño de apellido Valverde que no escondía su afición por el fascismo, explicándome para una nota en el diario, que los chilenos descendíamos de los godos germánicos. Me sorprendió ver a Valverde por la televisión en la marcha contra los migrantes. Me sorprendió porque pensé que ya estaba muerto. 

Valoré más el gesto de F de ir varios metros delante de la marcha, alertando, sabiendo lo que sucedería.

Iquique era una ciudad que mostraba una dentadura perfecta en la costanera y para atrás era una garganta larga, oscura y profunda. Una ciudad de migrantes con dineros por la Zona Franca, como los hindúes y pakistaníes, que pocas veces se mezclaban con los nativos. Los pakistaníes incluso armaron su propia mezquita en un buen barrio de Iquique.  Iquique era una ciudad con silenciosos peruanos y bolivianos, además de camioneros paraguayos que bebían el tereré entre las callejuelas de los galpones de la Zofri. Todo parecía bien complementado. La ciudad se jactaba de su migración con un festival de colectividades. Había una bomba italiana, un casino español y un restaurante croata. Las tres principales colonias del Norte de Chile estaban presentes. Si Antofagasta tenía al millonario de Luksic; Iquique tenía en Solari, dueño de Falabella, la historia de su millonario. Todo era normal hasta que aparecieron los fantasmales migrantes venezolanos, cargando la miseria a sus espaldas. Aparecieron los relatos odiosos y las contradicciones. 

Los migrantes armaron su campamento de carpas en la Plaza Brasil, en la apacible calle Zegers. Ese campamento se transformó en el último eslabón de la escala social, por detrás incluso de los rucos de los pasturreros incrustados como arañas en la arena de los cerros. Otros armaron sus carpas en los costados de la playa Cavancha. Todos muy visibles. P me cuenta que otros migrantes se organizaron y desalojaron una casa antigua ocupada por pasturreros en el centro de Iquique. 

Limpiaron la casa. Dispusieron personas para el cuidado de los niños. Unos trabajaron; otros se quedaron cuidando. A veces se enfiestaron. Hasta que los desalojaron y cerraron la casa zombi. 

Cientos de personas salieron a protestar porque no querían convivir con esos migrantes pobres, delgados y sucios que comían en la calle, que defecaban en la calle, que se golpeaban y que macheteaban a diestra y siniestra y que peor, no se conformaban con monedas, sino que con billetes. Migrantes que eran capaces de prostituir a sus hijas con tal de ganar un poco de dinero. Migrantes armados con cuchillos que robaban bicicletas o cogoteaban. Migrantes que no parecían seres normales, porque no usaban ni celular, ni tenían carnet de identidad, ni nada que los identificara como seres normales.

Esa gente, comparable a esos obreros del salitre que acamparon sucios, sudados y pobres frente a la escuela Santa María, después de atravesar el desierto a pie, había que borrarlos de la ciudad. 

Era el mismo Iquique, el choro Iquique de la Zunilda y la banda del dragón, que hacía unos años atrás se transformó en un infierno para el candidato de la extrema derecha. Un grupo de universitarios de la UNAP le pegaron patadas y combos. 

Un Iquique violento, intratable, que apedreó y casi quema el bus de los hinchas de Deportes Arica después de un clásico, a principios de los años 80. O la paliza que le propinaron los hinchas iquiqueños al boxeador Miguel Foreman Cea en la Casa del Deportista después que éste le pegó un combo maletero al crédito local, Rubén Yoma Guerrero. 

Y fue un joven migrante repartidor de comida quien le había pegado por una trifulca de automovilistas hacía unos días al ex campeón de boxeo Eduardo Maravilla Prieto con más de setenta años. 

R, quien es sociólogo, recordaba en el bar Colocolo una cita de María Emilia Tijoux mientras caminábamos por las calles del barrio Matadero, adornadas con banderitas amarillas con rojo carne. 

Decía que había que repensar el concepto de identidad porque algunos lo estaban utilizando con cierto fascismo, por eso había que resignificarlo, porque el concepto mismo excluye, porque nosotros somos los de acá y los que vienen de afuera no lo son. Ese es el rollo. 

El 25 de septiembre quedó marcado con fuego en Iquique. 

El 3 de octubre Deportes Iquique goleó 6 a 1 a Santa Cruz con dos goles de su goleador venezolano Edwuin Pernía.