Imbunche 7
Salvador Young, Chile
17 noviembre 2023
Angélica llenaba en siete frascos de vidrio el dulce de alcayota que había preparado toda esa tarde. Mañana venía la Manuela, su sobrina favorita, la rebelde, hija de su hermana mayor; era arquitecta y estaba preparando su tesis de magíster en urbanismo sobre el conjunto habitacional construido por la Caja de Empleados Particulares donde la Queca, como le decían, había vivido siempre. El departamento lo había heredado de su padre, integrante de las bases. Había habitado todas las etapas del proyecto, desde la efervescencia inicial, marcada por un espíritu utópico y en su momento hasta revolucionario en la instauración de una vivienda social digna. Esa era la época de su primera infancia, años en los que se vivía con genuino entusiasmo la idea de una integración espacial que fomentara la cohesión social. Ese era el sentido que animaba el peculiar diseño de los lugares comunes como espacios culturales. Había un fervor por concretar una nueva manera de construir el barrio que le diera un protagonismo cotidiano al arte y al potencial que podía tener para fomentar una mejor calidad de vida: estaba un anfiteatro al aire libre, las pajareras de Matilde Pérez entre las escaleras y los espejos de agua en los jardines que separan y conectan un edificio de otro, entre otras cosas que ya ni se acordaba. Con el tiempo, durante su juventud y adultez, se fue operando un lento pero efectivo deterioro de esa articulación original, y el optimismo innovador de su vecindario se había ido apagando como un pájaro que fue perdiendo las plumas de sus alas. Era como si esos elementos claves que proponían e intencionaban una transformación del espacio, tan elogiados cuando chica, poco a poco habían perdido la voz hasta enmudecer, y así sus habitantes habían dejado de notarlos y usarlos, hasta la mayoría desaparecer del todo; esos elementos innovadores estaban ahora transformados y/o mimetizados con la nueva cotidianeidad regida por las políticas de libre mercado, obsesionadas por la seguridad del espacio privado y las rejas; ya nadie los notaba, nadie los echaba de menos. Con el tiempo cambia todo, los ideales, las prioridades de la ciudad; ahora parece que lugares así sobraban, como una historia a la que nadie prestaba atención y así esa misma falta de atención e interés fueron inhibiendo, mutilando o extirpando uno a uno los órganos vitales que animaban ese plan habitacional que en su forma actual tenía algo de cuerpo tullido y emprisonado.
La verdad es que ella misma, antes de las visitas de la Manu, que llegaba semanalmente llena de preguntas para ir armando su investigación, tampoco se había detenido mucho a pensar en todo esto. Ahora no pasaba día en que no le aguijonearan reflexiones parecidas, y además cierta ansiedad que le venía de constatar la vehemencia con que pasaban los años sobre ese espacio que era tan suyo y también de pensar que ya luego se iba a terminar la tesis de su sobrina: esas visitas se habían convertido en una fuente de actividad que, a pesar de la agitación que le producía, reanimaba su rutina. Y lo agradecía; por eso siempre que la esperaba, le preparaba alguna cosa especial para comer, algo que sabía que le gustaba, como para así ir motivando una nueva visita. Ella desde siempre la regaloneaba con comida, a diferencia de su hermana que estaba preocupada por cultivarle el gusto por lo sano y lo light. La Manu comentaba siempre que su mamá la tenía chata con eso, así que se generaba entre ellas un espacio de complicidad para pelar a la familia, claro que era crítica con cariño: para las dos, la familia era apoyo y base incuestionable, y se enorgullecían de lo unida que era, pero no por eso no iban a reconocer que podía ser opresora. Y en una línea parecida, tampoco podía dejar de reconocerse que el regaloneo también estaba motivado por razones egoístas: no quería ni pensar en cómo se las iba a arreglar sin las ocupaciones que le daban las visitas y que le permitían matar el tiempo que tanto le sobraba esos días.
Con la mirada seguía el líquido espeso que se vaciaba de la olla ladeada en la quinta botella, y mientras lo ayudaba con la espátula de palo se daba cuenta que le iba sobrar; claro, entre que calculó mal los frascos, y por supuesto que no quería que se perdiera la fruta, es que había perdido la costumbre de cocinar ese tipo de cosas. Se había entusiasmado en la feria gourmet llena de esos jóvenes medio ridículos, barbudos vestidos de otra época y con anteojos vintage cerca del Drugstore, ofreciendo puros productos que antes eran de lo más común y ahora los presentaban como el gran descubrimiento, una delicatessen, quizás por eso compró más alcayota de la cuenta. Y tampoco tenía sentido dejárselo para ella, si eso era para compartir, no para comer sola, ¿qué iba a hacer en su soledad con esa mermelada? ¡Qué triste un desayuno o una once sin nadie con toda esa azúcar! Se le hacía amarga de solo pensarlo.
Ya se cumpliría un año que se había muerto la mami. Los diez últimos años de la enfermedad de su madre la habían tenido ocupadísima, como nunca: cuidar de su enferma le consumía sus días, hasta el punto de desatender sus propias cosas, que poco a poco fue dejando de lado. Por eso cuando se fue y quedó sin responsabilidades, quedó abismada con tanto tiempo libre. Nunca pensó que iba a ser tan difícil saber qué hacer. Y eso que cuando estaba añoraba tener ese espacio, y conste que no fue hace mucho, ¡qué loco!
Tras el diagnóstico de la mamá Berta empezó el medio tiempo en la biblioteca de la facultad de ciencias sociales. Y oportunamente, porque poco después Berta no pudo caminar más, cuando se cayó en la ducha y se rompió la cadera, justamente cuando ella se encontraba en su trabajo. Es que en esa época estaba casi todo el día allá, la descriteriada, y la abandonaba en casa, sin nadie que la ayudara. ¡Pobrecita! No se quería ni imaginar cómo debió haber llegado al teléfono después de desplomarse en la tina, quizás arrastrándose como un gusano para alcanzar el aparato de la pieza sobre el velador y llamar a la ambulancia.
¡Qué terrible! Y volvió a sentir el tirón de tripa, el que sintió cuando la llamaron desde el hospital, y se recriminaba de nuevo, esa misma mañana si ella hubiera estado ahí nada de eso habría pasado. Soltó un gran suspiro, que la llevó al momento cuando corría por la clínica, hasta faltarle la respiración y generarle taquicardia, después de haber esperado el ascensor un par de minutos que le parecieron años: los números de los pisos parecían sucederse sin orden en la pantalla, subían y bajaban como un reloj que alargaba las horas, segundos frenéticos en que la máquina parecía sacarle pica, moviéndose ágil y diligentemente a todos los niveles, menos al suyo, empeorando su dolor de guata al pasar de tirones a retorcijones que le exacerbaban la frustración del avanzar del tiempo, mientras ella se quedaba estática frente a esa puerta, imaginándose como a cada instante se agravaba el estado de la mami; tenía que moverse.
Se le cerró la garganta y en la desesperación se dirigió a las escaleras de caracol de mármol que se elevaban gélidas (ahí no llegaba la calefacción) en la parte vieja del edificio, de espaldas a las salas de espera y los mesones de atención, con la ilusión de aminorar su tensión estomacal y poder recuperar el tiempo perdido. Se metió en ellas como en una carrera que corría contra ella misma, o con la esperanza de alcanzar a algún otro rezagado de la familia, para no ser la última. Pero no podía mentirse: se los imaginaba ya, uno a uno, todos ya reunidos en la sala de espera, justamente esperándola a ella (no obstante, la esperanza es lo último que se pierde). De más que alcanzaba a un atrasado, siempre hay uno, quizás la misma Manu, pero no, ¡si ya habían pasado dos horas desde la llamada perdida, qué ilusa! Con las cejas arqueadas y los ojos bien abiertos se preparaba para el peor escenario, por una cosa matemática de probabilidades, y pucha que era vergonzoso todo eso, a medida que agarraba altura el frío se apoderaba de sus huesos y sentía como chocaban violentamente entre ellos por el movimiento brusco y acelerado, causándole dolor. Se le proyectaban como las pantallas del ascensor una a una las caras de sus hermanas, en un in crescendo en velocidad y hostigamiento: desfilaban una a una, por separado, y luego todas juntas, y enseguida de a dos, y en todas las combinaciones posibles se le aparecían todas con las cejas fruncidas, la voz grave, señalándola con el dedo: que cómo podía ser, ella, la que tenía menos responsabilidades, sin hijos, sin marido, sin una familia propia, ¿cómo podía ser que llegara recién tan tarde? Es el colmo del egoísmo, y en los momentos más difíciles. ¿Se podía realmente confiar en ella en las malas, que al final de cuentas eran las situaciones que valían? Porque, claro, en las buenas era la primera en aparecer: en los nacimientos de las sobrinas, en la organización de los cumpleaños, los matrimonios; la peor de todas.
Al llegar al sexto piso, exhausta casi sin aliento, lo primero que vio fue toda su familia cercana en bloque, en silencio, serios y cara larga, repartidos por el salón de espera: “Mierda”, se le escapó en voz alta. Se les acercó escondiendo la mirada, fija en el suelo, con paso atolondrado, respiración irregular y puntadas en la cintura. Se escuchó de pronto la voz de la hermana mayor, Paula (la mamá de la Manuela), que le avisaba mecánicamente, al estilo de los anuncios del metro, que a la mamá la iban a operar mañana a primera hora, y que alguien debía quedarse a dormir esa noche (haciendo zoom en ella) ahí levantó la cabeza: además que no se sabía si iba a poder volver a caminar. En lo más profundo de sus entrañas sintió unas patadas de rabieta violenta, de niña mañosa. Y tiritona respondió, como repitiendo un credo, al mismo tiempo que la temperatura le aumentaba y se enrojecía y verificaba con los ojos bien abiertos que en efecto se encontraban todos sus familiares, tal como lo había imaginado: “Yo me quedo”. Sintió los músculos de su cara apretados, tensos y que se expandían con esa presión por el resto de su cuerpo. Suspiró hondo, al tiempo que sentía un líquido bajando por el esófago que le hacía arder todo su abdomen, mientras los ojos de sus parientes la encandilaban como con la misma luz fría de los tubos fluorescentes de las salas de urgencia. Y continuó, alzando la voz, casi vociferando: “Nunca más va a suceder algo así, me comprometo que a partir de mañana mismo voy a bajar mi jornada laboral a medio día para cuidar a la mamá, y si es necesario bajaré más horas”, y asumía (sin que nadie se lo pidiera) que su ausencia había provocado ese desastre. Se reprochaba para sus adentros que justo ella, la que se caracterizaba por ser la más puntual, en la ocasión que más lo ameritaba, no lo había sido, y para colmo era la que vivía con la mamá, ¡no, no, no…, la última en…, el mundo al revés! ¡Qué contradictorio, qué mal!
Llenaba el último frasquito y se consolaba pensando que su gesto no había sido cualquier cosa: si en la familia había alguien trabajólica, esa era ella. Y se había mantenido fiel a su palabra: al día siguiente, al llegar a la universidad, se fue directo, aunque con paso lento y desganado, a solicitar una reunión con la secretaria de la decana. Lucía con desacostumbrado desarreglo: la misma camisa, falda y chaqueta del día anterior, que enmarcaban la palidez de su rostro y su mirada perdida. Entendiblemente, la secretaria de rectoría le preguntó si se encontraba bien, pero la Queca sólo se fijó en la insolencia de los labios carnosos de la funcionaria, que parecían acusarla de cochina, perdida y harapienta. Así que levantó la cabeza, como gallo de pelea, y le respondió que estaba estupenda y que, la verdad, hacía tiempo que no se sentía tan bien. “¿Por qué, me veo mal, a caso?”, le preguntó elevando el tono de voz. Mientras decía esto se daba cuenta que en 15 años de labor universitaria nunca había salido a trabajar así no más, sin peinarse o sin haber planchado su ropa. La colega echó la cabeza para atrás, sorprendida e incómoda: “No, disculpa, si preguntaba no más”, dijo mirando para otro lado, “¡me alegro que se encuentre tan bien!” Esta respuesta la dejó más insegura, obligándola a llevarse las manos al pelo por reflejo, tirándoselo bien fuerte para atrás, hasta que doliera, como lo hacía todas las mañanas al cepillarse. Así sentía que retomaba el control, y se le escapó un suspiro de alivio, pero las palabras de la funcionaria le siguieron retumbando en la cabeza.
El saludo de la secretaria la arrastraba con el peso de un oleaje, como una pesadillesca canción de cuna que se repetía y volvía y le provocaba el deseo de huir o, peor aún, de regresar donde la tipa y enfrentarla: “Y a tí qué te importa weona, y qué si salí así, y qué si así me siento más cómoda, descuidada estarai voh, la concha su madre”, y le pegaba una buena cachetada y después otra y después la tomaba de la camisa y se la rompía y le escupía y le refregaba la baba por la cara y por las tetas y la forcejeaba y le metía la mano en la entrepierna, “a ver si te gusta la cochinada poh”, o mejor darse vuelta no más y caminar sin parar y dejar plantada a la decana y no volvía a su casa nunca jamás y filo con sus hermanas juzgadoras, partir hasta un lugar en que no la conociera nadie y por fin abandonar a esa familia parásita y a esa vieja castradora. Pero no, no no, ya tranquila, si no podía ser tan violenta, tan pervertida, tan débil, cállate maldita, y se desconoció y se asustó, y temblando le echó la culpa a la mala noche que pasó. Sí, eso es. Se tomó la cabeza, se pasó las manos por el pelo, apretándose el cráneo mientras se encaminaba a la biblioteca donde trabajaba. Todas las mañanas se tomaba puntualmente quince minutos para cepillarse el pelo con toda tranquilidad, para sentir el tirón como indicador de que estaba en su punto perfecto, ordenadito, el signo de pulcritud. Todas las noches antes de acostarse planchaba religiosamente la ropa que usaría al día siguiente para tenderla en su galán de noche, ritualmente protegida de la rugosidad. Se enorgullecía de presentarse impecable. Ese era su sello, su atributo distintivo, lo que la diferenciaba de sus hermanas. La mami siempre le había dicho así, de chiquitita. Pero ella no podía evitar pensar que eso la ponía por debajo de sus hermanas: la mayor la más bonita, con magnífica sonrisa y pelo claro, la menor la más simpática, conversadora, con la figura más linda y medio deportista. Ellas atraían a la gente, todos se peleaban por estar con ellas, mientras que ella… Para combatir la envidia y cortar de raíz esa ola de sentimientos apelaba como podía a la racionalidad y al pragmatismo, para ganar algo de cordura contra una imaginación que se le iba de las manos. Si una nacía como nacía, nada que hacerle, era genética eso, para qué perder el tiempo en contrafactuales y situaciones hipotéticas; la realidad era una, ella no era agraciada, qué se le va a hacer, rasgos comunes, pelo y ojos casi color caca, y para más remate tímida, nada que hacer. Así se resignaba rápido y se concentraba en explotar su inclinación por la disciplina y volver al reino del control, que al fin al cabo, como le decía Berta, era lo que la distinguía de sus hermanas. Además, ¿cuánta gente no pagaría por lograr esa disciplina? Y así regresaba a su zona de confort. Si la gente admira la prolijidad… Terminó de llenar los frascos, volvió a poner la olla en los calentadores y ahora fue a buscar un tupperware para poner el resto de líquido mientras se iba aún más lejos en las galerías de su memoria.
En su mente se fue más atrás, a sus 20 años, con su pollera larga gris, con basta debajo de la rodilla, chaleco largo azul marino, sin escote, anteojos poto de botella. Esa niña-adulta, sin derecho a crisis de adolescencia, sin pololeos, sin resistencia a estudiar. Se acordó del cumpleaños del Pancho, su mejor amigo de la carrera, el que nadie entendía por qué era su amigo, pero con el que siempre hacía todos los trabajos. Era medio revolucionario, con pelo largo, colorín, medio pinta del che, buen mozo. Y esa noche se había puesto a tomar ponche, apurando uno tras otro, de ansiosa, de no saber cómo interactuar, intimidada por estar rodeada de mucha gente que no conocía, y había varios guapos y guapas. Terminó por marearse y, al notarla tambaleando y hablando carraspeado, el cumpleañero le ofreció quedarse. Era la misma noche del terremoto del 85. Ella se sentía enferma, le costaba enfocar y seguir las ideas, pero (para su propia sorpresa) dijo que no, quizás por una corazonada, y a pesar de la insistencia del dueño de casa: que no se fuera la tonta, que apenas había movilización desde ahí la Reina hacia su casa, además que estaba peligrosa la cosa después de las 11 hrs., tú sabes, el toque de queda. Lo que se interpuso fue la imagen de su progenitora, que se le manifestó como un Oráculo: Berta sentada en el living de la casa, esperándola, sollozando como una loca, como le solía suceder en los momentos de crisis. Así terminó por imponerse la testarudez y se aventuró a la peligrosa posibilidad de ser pillada por el toque de queda. Y pensar que muchos se quedaron; pensar que hasta recorrió la pieza de invitados y le llamó la atención que habían varios colchones, uno al lado del otro, lo que la hizo salivar… Había vuelto a visitar esa pieza muchas veces en sus sueños: y si se hubiera quedado a alojar, si hubiera seguido tomando ese ponche dulce y de tan curada se hubiera dormido pegada a varios cuerpos y en una de esas, por estar al lado, como en sus apariciones nocturnas… Pero puta la webada, qué leseras estaba volviendo a pensar. Y la escena de la mami tiritando de susto cuando llegó al depa, tal como se lo había imaginado, se le repetía como un reflujo: llorando a mares por esa sacudida de suelo que le aterraba y que le había tocado vivir sola, pero que ella no había sentido arriba de la micro y que por eso no lograba entender nada de su pánico, y volvía a ver como una réplica la vieja caída en el piso del baño, reptando como una babosa, y cuánto de su egoísmo había provocado ese accidente o más bien porque no se cuestionaba la razón de tanto sacrificio, culpa maldita culpa, que había hecho realmente ella de su vida, qué onda, estaba delirando, qué sentido a esa altura esos cuestionamientos, si ella había estado programada para eso. No sabía vivir de otra manera y retornaba a la noche del temblor y revivía el momento en que la abrazó y la halló en crisis de pánico, tiritando, helada y pálida. Hacía un buen tiempo que no la había visto así, y le suplicaba que no la dejará más sola por las noche, que le tenía horror a los temblores y que no se fuera nunca más si no había luz, de día todo lo que quisiera, pero por favor que a oscuras sola no, que eso parecía un mal augurio, que se volvería loca, sentía que podía venir otro peor, otro más fuerte, que se veía sepultada en los escombros, que no fuera mala, que qué le costaba, y estallaba en sollozos. Puso su cara en su hombro, que se tranquilizara, ella la iba a cuidar. Con la mano derecha le daba cariñitos en el pelo, mientras con la izquierda la abrazaba de la cintura. La notaba despeinada y le ordenó y estiró el cabello: a su vez que le decía que tuviera calma, le prometía que jamás de nuevo la iba dejar sola de noche, se lo juraba. Es que la pobrecita tenía demasiadas preocupaciones: viuda con tres hijas, sacarlas todas adelante y después anciana inválida. Y se remontaba aún más atrás, al funeral de su padre. Recordaba patente cuando tenía 12 años recién cumplidos, momentos antes de que se lo llevaran a la carrosa fúnebre en ese ataúd negro, y su mamá detonaba el primero de sus ataques nerviosos y se precipitaba hacia ese cajón de muerte, explotaba como una bomba de llantos y pataletas, tironenado el cajón, violenta como gato maltés encima del que se le acercara, no quería salir de ahí ni que nadie se le acercara, como felino arañando a su presa con garras afiladas, disparando golpes y uñas contra hermanas y cuñadas. Queca aterrada de que se desquiciara para siempre, antes que llegaran con la camisa de fuerza, le hacía una manda a Dios, le pedía que si su mamita se tranquilizaba y volvía a la normalidad ella le prometía ser la impecable, la que no causaría nunca más preocupaciones a la vieja.
Encontró el tupperware y vació el contenido de la olla. De pronto sintió que se ponía fresco, la temperatura bajaba repentinamente esos días apenas se iba el sol. Se transportó de nuevo camino a su biblioteca y se pilló observándose las mangas de la chaqueta, recordó que los había encontrado arrugados como unos trapos y pensó que si ya solamente ahí se hallaban así, no quiso ni imaginarse como se vería desde lejos, en entero, seguramente un estropajo tirado, qué un lagarto, un reptil, movió el pie y agitada, le dio vergüenza entrar ahí, y dio media vuelta hacia la salida de la facultad y se detuvo desesperadamente con las manos y con ellas se estiró algunos de los infinitos pliegues de las mangas como lo había hecho hace unos instantes con su pelo, para remediar su estado lamentable, pero nada y además esas estiradas de género se disolvían al instante, no lograba asegurar el punto de pulcritud y se volvían a crear los dobleces no así como su pelo que de un tirón quedaba listo para todo el día, se le iba de las manos, intentaba esquivar la proyección de su cara despeinada, pero se le imponía en su mente como una gigantografía y la vergüenza la inundó arrasando con ese sentimiento de rebeldía y en cambio el sentimiento de vulnerabilidad se acaparó de ella y giró nuevamente hacia su biblioteca. No podía dejar a su madre sola en momentos tan difíciles, mal que mal de ella dependía su existencia, todo lo que tenía, y ella en el fondo no era tan desgraciada como para no darse cuenta y actuar acorde. Y así llegaba, con la cabeza gacha, delante de la puerta de su lugar de trabajo.
Queca acostumbraba dormir a más tardar a las 10:30 para cumplir con el mínimo de sus 8 horas diarias de sueño. Esa noche recién cerró los ojos pasadas las 2:00.
Apenas llegó a su biblioteca, sonó el teléfono; ella notó como se le aceleró el ritmo cardíaco. Le anunciaron que la esperaban a las 15:30, le comentó con voz cortante la misma secretaria de la boca exuberante. Queca se puso nerviosa. ¡Ay qué mañana! Ella quería exponer inmediatamente su solicitud, se sabía débil… La imaginación la atacaba como ave depredadora asaltando a otra más pequeña para quitarle el alimento. Eran las 9:30; quedaban todavía cinco horas y media. Con violencia, como fuertes picoteos, las ideas de arrancar, el miedo de no ser capaz de pedir el cambio y hablar de cualquier otra cosa con la decana y continuar con el tiempo completo en la biblioteca, alternadamente la atacaban y penaban. En esos momentos los fantasmas de su desarreglo le volvían a despertar las pulsiones más reprimidas; y si dejaba a ese público de lectores, esas cinco personas sentadas frente a libros, y pico con esa pega rutinaria que no le ofrecía ningún desafío, ninguna motivación, y empezaba de cero, sin familia, sin conocer a nadie, y se permitía ser otra. Pero tenía que ser firme, se repetía enseguida, luego de imaginarse lo demacrada que debía lucir y así siguió toda esa mañana, marcada por los constantes bostezos que se le escapaban, interfiriendo en su concentración. Luego, logrando retomar la cordura, concluía que uno de sus peores enemigos era el cansancio; claro, era eso lo que la llevaba a sentirse frágil, eso era como estar enfermando, y eso era malo, por eso es que casi nunca trasnochaba. Odiaba sentirse vulnerable. Eso la llevaba a lo incorrecto; la alejaba de la pulcritud que la distinguía, lo que la alejaba de ella misma. Por consecuencia, justamente de ese inhabitual cuerpo agotado se encontraba confundida, pelando el cable, pensando puras leseras. Tenía que reconocer que su pecado capital era satisfacer la flojera; en el fondo, era la pereza. Le encantaba dormir, perder la consciencia, desconectarse de la vigilia, dejar de pensar en las obligaciones, nadar y encontrarse en medio de esa jungla que no controlaba ni entendía, ni pretendía entender tampoco. Lo onírico ese era su mundo, ese otro mundo paralelo. Desde que abría los ojos le encantaba separarse de ese mundo impreciso, olvidar todos los detalles que le dieron carne a esas vivencias hasta tornarse nebulosas y vaciarse en todas sus sensaciones. De ese modo, ya fuera de la ducha diaria, lograba estar preparada para empezar firme un nuevo día, concentrarse y ponerse en campaña por el sentido de su vida: ser impecable gracias al control de todo lo que haría, la única forma de lograr el orden y claro, ahora, por ser uno de esos día que dormía mal, estaba desequilibrada. Cómo odiaba estar a media máquina, nadando en una corriente de imprecisiones, por el contorno gris de las cosas, justamente donde ahora se encontraba arrojada. Para qué decir los días de trasnoche y aún peor con borrachera.
Ni siquiera las pesadillas la abatían como el cansancio. A veces, a pesar de amanecer aturdida por un horrible sueño, no se preocupaba, sino que con pleno pragmatismo apelaba a su aseguradora razón y se convencía sin demora: eso no tenía lógica, son mentiras de la noche. Y se desligaba de un tirón de ese universo oscuro, sabía que no tenía nada que ver con ella, con su cotidianeidad. Esa era otra yo, no le daba más vuelta. Qué rara esa gente que se dedicaba a interpretar los sueños, ¡qué pérdida de tiempo! Una podía hasta matar a la madre en un sueño, lamerle las tetas a una hermana, estar en un orgía con los compañeros de trabajo, y no por eso iba ser una asesina o una degenerada. Eso era de otra realidad y punto. Para qué buscarle un significado que seguramente iba a puro complejizar la rutina, ¡que ya traía sus propias complicaciones! Para qué buscarle la quinta pata al gato, si tenían cuatro, eso era poco sano. Estar cansada era lo más parecido a haberse agarrado un bicho, a estar contagiada de algo, y eso sí que era odioso. Maldecía esa noche, junto a esos ojos que se le cerraban solos y que hace unas horas apenas había logrado conciliar, intermitentemente y con mucha fuerza de voluntad a causa del incómodo sofá cama para el acompañante del hospitalizado. Y claro, también por mantenerse alerta a que no le faltara nada a la mami. Tenía que admitirlo, había dormido pésimo y eso la había hecho sentir desvalida, sentir que en cualquier momento podía flaquear, ser egoísta y defraudar y punto. A como dé lugar debía evitar esos hábitos. Ella que todas las mañanas contaba quince minutos de más para cepillarse el pelo con tranquilidad y dejarlo ordenadito y mostrarse así, pulcra. Ella quien todas las noches antes de acostarse seguía obsesivamente el ritual de estirar y tender en su galán de noche la ropa que usaría al día siguiente, evitando toda imperfección y rugosidad de la tela. Así esperaba la cita con la decana, y al tomar la manilla de la puerta de la biblioteca, sin poder evitarlo volvió a desviar la mirada a sí misma, despertando sus fantasmas, perdiéndose en el panorama de su pollera y sus pantys, y se encontró peor que unos momentos antes, arrugada y marchita, desesperadamente tironeando las telas de la falda, como si estuviera realizando un lifting, manteniéndolas por un rato con las manos apretadas, luego la parte abdominal, mientras se imaginaba su cara toda sucia, el pelo caótico, sumida en la vergüenza. ¿Cómo iba a entrar así a su lugar de trabajo? Qué atroz. Y luego se sucedieron sus hermanas, riéndose alrededor de ella, gritándole que además de todo, despelotada, que no había ni cumplido con eso en la vida, sobre todo ella, la que se suponía que debía ser impecable. Y así su llama de rebeldía se le apagaba como con un soplido, hundiéndola en un sentimiento de sometimiento y opresión que lo colmaba todo: no había escapatoria, si no era acabar con la mami, y así entró a esa sala.
Usualmente Queca se dormía, a más tardar, a las 10:30, para cumplir con el mínimo de sus 8 horas diarias de sueño. Esa noche recién cerró los ojos a las 2 de la mañana.
Introdujo uno a uno los contenedores con dulce de alcayota en el refri. Esa extraña mañana se había librado una gran batalla en su cabeza. Chucha, lo que implica el cansancio, cómo te atonta; también era verdad que ella, un poco ingenua, igual le ponía color: cómo tan urgida por pedir ese medio tiempo. Tan exagerada la pobre, repitiéndose que ese era el único camino que podía tomar, tanto miedo a la debilidad y a desobedecer, y tanto espíritu de sacrificio. Todo tenía que justificárselo, ¿qué lugar les quedaba a su libertad y a su deseo? ¿Qué tanto miedo al ridículo, a verse sucia? Qué tonta, ¿no sería que le atormentaba tanto porque en eso había algo de ella? La famosa letra de esa canción, me gusta pero me asusta. Qué cabra chica había sido. Se reía, pero ahora le despertaba la rabia, con la distancia de los años y haberse tomado todo eso tan en serio, tan convencida de que acechaba un peligro y que había que frenarle los trotes a los malos pensamientos, tapar las grietas y las filtraciones, quedarse como una olla a presión en su zona de confort. Nuevamente retornaba a esa mañana y se detuvo en los momentos que cerraba los ojos para repetir el speech que le iba a recitar a la directora, como cuando memorizaba los sinónimos para las pruebas de vocabulario del colegio, la repetición era un antídoto para combatir las viles distracciones que espantaba con el canto de un salmo o un mantra: “Directora, por razones de enfermedad de mi madre, necesito aligerar mi jornada laboral a medio tiempo”, y gracias a eso, de nuevo controlaba ese humo de volcán. Sin embargo, cuando menos lo esperaba, recaía y se le olvidaba que no debía mirarse y se descubría una nueva arruga, reactivando la tempestad de su cabeza, soltando el control y entregándose a sus fantasías, las rugosidades y el disco rayado que giraba entre la vergüenza de su mal aspecto y su afán de liberación. ¿Qué tanto si se volvía una vagabunda y renunciaba a todo? Se acordaba entonces de su mejor amigo, cuando gesticulando apasionadamente, le comentaba que su novela favorita era Hijo de ladrón: la libertad es la única posesión que vale la pena, la que no nos pueden arrebatar ni los más poderosos enemigos, y al instante siguiente se transportaba, como el protagonista de ese libro, a las calles de Valparaíso, sintiendo el aire marino pegándole en el rostro, “sol y viento, mar y cielo”. Ella, en cambio, solía imaginarse en un páramo eterno, o como uno de sus sueños más frecuentes, desnuda, sucia y feliz. A veces se imaginaba encarando alguna de sus hermana, pegándole una cachetada en esa linda cara, en esas mejillas proporcionadas, alterando su armonía, enrojeciéndola, hinchándolas, y le escupía, gritándole que había pasado una noche horrible, que nunca más se postergaría, que no era la impecable, que no tenía por qué, que no porque ella no tuviera hijos y fuera fea tenía que hacerse cargo de la manipuladora de la mamá, que la miraran así de haraposa y si se cagaba y se hincaba y la mierda caía y se la pasaba por el cuello y por la cara, y meaba y le tiraba el chorro a esa gente, sí, sí , sí, y a grito pelado a todos los que en ese momento estaban en la sala de lectura: ¡conchetumadre que estoy orgullosa de estar asquerosa! Y acto seguido se echaba a correr, sin cerrar la puerta, directo a buscar sus ahorros, para gastarlos en cualquier wea, y se iría de viaje, sola, a alguna de esas ciudades donde “pasaba de todo”, o si se quedaba en esa sala y se tiraba encima de los que estaban ahí, advirtiéndoles que no solamente estaba inmunda, sino que además era una guarra, mientras empezaba a desnudarse y revolcarse, y cerca, muy cerca, pegada, y de pronto se hallaba en una de sus fantasías oníricas reiterativas, las que la visitaban por las noches, en una de esas partuzas con los colegas, o en una playa nudista, rodeada de cuerpos desnudos que se le amontonaban encima. Igualito, tal vez, a como hubiera estado en esa pieza de alojados, al final de la fiesta de su amigo, durante el terremoto. Y si se fugaba, la fugitiva. No, no, no. Volvía la imagen de la mamá arrastrándose, ahora como una víbora agonizante, sacando la lengua con sus últimas fuerzas, ¡qué locura! Por eso le cargaba estar cansada. Era solo comparable a tener tanto tiempo libre; se le ocurrían las cosas más raras, enfermas, dementes e incoherentes. Y no podía defraudar, y tampoco se lo iban a perdonar de nuevo. Si al fin al cabo la familia es lo único que se tiene. Lo que se estaba imaginando iba muy mal encaminado, y a esas alturas, ¡qué ridiculez! Ella había sido educada para no causar problemas. Casi había sido monja, pero hasta eso le había dado miedo: en la universidad estaban de moda los ideales de izquierda y sus amistades medio revolucionarias la alejaron de ese camino, que además implicaba un aislamiento que dejaba sola a la mamá, y eso no podía hacer, con todo lo que había hecho por toda la familia, sacando adelante a todas esas mujeres; no le podía devolver la mano así, tenía que acompañarla. Y volvía así, convencida, a la repetición de lo que le diría a la decana.
Terminó de guardar todo el dulce de alcayota. Solo le quedaba lavar la loza y listo, todo dispuesto para recibir a la Manu. ¡Ay, verdad que es noche de viernes! Se dio cuenta por la música que sonaba del departamento de arriba. Era una canción bien coquetona, que no conocía, pero que era de todo su gusto. ¿Hace cuánto que no salía un viernes por la noche? ¿Tal vez desde que la mamá se enfermó? La verdad es que ya después de lo del terremoto, hace todos esos años, su vida social había ido menguando progresivamente. Notó que la letra era en otro idioma, ¿parece que es francés? Pucha que le gustaba ese idioma, sonaba tan sexy. Seguro que están armando una fiesta ahí, o alguna cosa entretenida, como esa vez en la casa de su amigo, ese día del terremoto. Le puso detergente a la esponja, abrió la llave de agua caliente y recapacitaba: pensar que tanto miedo había tenido esos años, para nada. Y puta la wea, había cumplido a cabalidad con las expectativas de sus familiares. Qué weona de haberse urgido tanto. Qué absurdo haber gastado tanta energía, tanta lucha imaginaria para lograr algo tan predecible y obvio. Si en el fondo era tan fácil responder a lo que esperaban. Y ahora la muy imbécil sin vida. ¿Realmente la familia era lo único que se tiene? ¿No habrá estado evadiendo que en el fondo la única verdadera realidad que existe es que una estaba sola como un dedo? Pucha, lo que sí sabía es que le sobraba el tiempo y eso la estaba volviendo loca y ahora peor que cuando trasnochaba. Qué delirante e injusto que algo que anhelaba tanto durante la enfermedad de su madre ahora la excedía. Tanto que se cuidó del desvelo para ahora encontrarse sumergida en el ocio, adversario más difícil que el temido trasnoche porque con este enemigo no sabía cómo defenderse. Llenó de agua la olla y no sabía si se estaba volviendo loca, la mente se vuelve más peligrosa con los años, porque para qué tanta prudencia por hacer lo correcto, para qué tanto tormento, cuándo iba a parar. Apenas terminara de secar todo eso iba a poner la tele, tenía que dejar de pensar tanta tontera, right now, le faltaba un método efectivo de distracción, ¿quizás algún libro? Pero los había leído todos, al menos no se le ocurría cuál podría agarrar. ¿Y si se ponía a bordar? La canción de arriba se le colaba en la imaginación, y se veía bailando en otro lugar, en otro tiempo, mientras con el paño secaba la olla, y se iba lejos, recordando que había ahorrado durante años para visitar Francia, ¿y si fuera a París? Esa ciudad libertaria. Pero qué ridícula, ¿y con quién iba a ir? Jajajaj. ¡Que iba a ir sola acaso! A dónde saliste, la muy ilusa. Pero quizás eso era mejor, y así conocía a alguien. Pucha que pensaba leseras, si ya tenía casi 60 años, qué ridícula, quién se le iba a acercar a ella, si estaba arrugada como pasa, no estaba para esos trotes, se vería igual de penosa que sus hermanas aloladas vestidas con la misma ropa que sus hijas. Ya era muy tarde, ya no había hecho esas cosas y punto, que se dejara de pensar tonterías. Del departamento de arriba sonaba una nueva canción que le gustaba incluso más que la anterior. ¿En qué terminará la cosa allá arriba? La recorrió un escalofrío por la nuca. Se escuchaban más voces y risas, había más gente. ¿Se quedarán todas ahí? Uy, qué entretenido. Ahora fregaba la espátula. Tenía que dejar de imaginar puras cosas que nunca serían, pura paja mental, pero por una mecánica inversa mientras más fantasiosa e improbable la circunstancia que se iba figurando en su mente más fuerte se hacían las escenas y más le costaba separarse de ellas. Si eso era pura frustración, ¡qué demencia! Tenía que ocuparse en algo, urgente: tejer, hacer sudokus, puzzles, algo. Pero su cuerpo se poseía por la música de arriba: ahora unos gemidos sensuales de mujer protagonizaban la cadencia. Nuevamente recordó la fiesta del día del terremoto, llena de gente guapa, y claro la vecina lo era, por ende debía haber gente guapa. Tenía que parar, lanzó la espátula encima del lavaplatos, no aguanto más y se fue al living a prender la tele. Hasta se le había humedecido su concha, concha, hacía tiempo que no le pasaba eso, esos gemidos se expandían por sus venas, se imaginó en esa pieza de visitas en la que no se quedó y que no iba a volver, porque se fue, si su mamá la necesitaba y punto. Y en ese momento sonó el timbre. Se sentía afiebrada y con ganas de explorar su cuerpo. ¡Qué fresca! Ya un mínimo de roce con su cuerpo la prendia, tenía que parar, vieja cochina. Sonó de nuevo, eso era un presagio, eso la iba a salvar, pasar a otra cosa, no quería más fantasías. ¿Qué sería? Qué raro a esa hora y ese día. Ojalá sea algo que la saque de ese estado delirante, tenía que encontrarse pasatiempos, sino a perder la cabeza, si estaba empezando a parecer un cuadro de demencia senil. Las risas subían de volumen arriba. Llegó al frente de la puerta. Apretó fuerte como nunca la manilla, suspiró, miró para todos lados y luego lentamente hacia la izquierda la llave, ya que siempre por seguridad dejaba el pestillo en el cerrojo, la movió con cuidado como siempre, para no forzar la cerradura, las sabía frágiles y caras de reparar. Empujó. Apareció un chico musculoso vestido de látex negro en paños menores.
Nota editorial: En esta nueva Serie, Salvador Young nos presenta con un retrato agudo, crítico y lleno de humor de la sociedad chilena. Con cada nuevo Imbunche se ensambla una crónica de la idiosincrasia chilena a partir de fragmentos que con un poder amplificador delinean sus peculiaridades. El entramado de esta serie nos muestra con ingenio y humor fronteras sociales en jaque, tales como género y clase social. Puedes ver el primer número de la serie aquí.