Imbunche 6
Salvador Young, Chile
13 junio 2023
Eran las nueve de la noche de un viernes caluroso de verano y tocaba pasear al perro. “Las vueltas de la vida”, como dicen, “nunca digas nunca”, “no escupas al cielo” u otro parecido, o todos juntos, ahora se le refregaban en su cara, y lo cierto es que había escupido al cielo y lo que se le devolvía ahora era un escupitajo verde y viscoso. Eso era lo que sentía cuando todos esos lugares comunes se le agolpaban en la cabeza como oráculos de su propio destino. Así se sentía, como ese otro cliché: patético y perplejo espectador de su propia vida que transcurría frente a sus ojos en streaming. Recordaba su odio de antaño hacia la gente que tenía una dependencia casi morbosa de sus mascotas mientras su poodle emitía gemidos de excitación. Si mal no recordaba, en más de una ocasión juró por su vida que jamás tendría un animal, y menos un perro. Estaba tan convencido de esa promesa hecha a sus veinte, en esos últimos años de la universidad, con sus tres mejores amigas, miembros fundadores del club que aunaba su odio y su rechazo del “mundo normal y silvestre” que los distinguía, según ellos, de toda la gente banal que aspiraba a los finales felices al estilo de superproducción hollywoodense. Incluso habían llegado a formular medidas a modo de protocolo para asegurarse un lugar al margen de ese peligroso estilo de vida. Uno de los principales ejes de ataque a esa posible infiltración del mal involucraba jurar aborrecimiento a cualquier adopción de las costumbre de ese tipo de gente, con veto a la simple frecuentación de personas que hablaban de sus guaguas, vestían con ropita fifí o que llevaban a todas partes sus mascotas como bebés, que ya era el colmo de los colmos.
Pero ahí estaba ahora recibiendo el tiro por la culata, a pesar de sus precauciones y cuidados y sin darse cuenta. Ahí se encontraba ahora, veinte años después, al otro lado de la moneda, como candidato ganador a ese grupo de personas antiguamente detestadas. Mira, tal vez era hora de admitirlo, estaba claro que de forma autómata estaba interrumpiendo su rutina por un can. Una innegable señal era que se levantaba de su cama para cumplir con los quehaceres relacionados a ese mamífero, a pesar de tener hambre y sueño. Qué horror. Se sorprendía de que además le estaba tratando de “mi bebé”, cumpliendo con el peor síntoma de la cristalización del contagio de ese mal. No había vuelta atrás, le tenía un inesperado afecto y le conmovían sus quejidos y saltadas a la cama y tomadas de almohada con el hocico hasta el punto de marcar y cambiar su rutina. Esos movimientos de la mascota se convirtieron en el ritual recordatorio para comunicar que era la hora de pasearlo para llevarlo a satisfacer sus necesidades. Y de manera religiosa, cual ayuno del ramadán, todo el resto de los deberes o actividades en desarrollo acordaban tregua: “Él podía esperar, ¡la pobrecita no! Capaz que se enfermara de tanto aguantarse, o peor, se haría en la casa y departamento de soltero con olor a caca o pipí de perro… eso sí que no, no, no, demasiado decadente y ridículo”.
Decidido con un salto fuera de la cama, se encaminó hacia la escalera para bajar a la entrada a buscar la correa negra, mientras el perro le saltaba alrededor como siguiendo una órbita y él fuera un centro del universo, una estrella potente… si le manifestaba tanta felicidad y entrega, lo que lo llevaba a concluir que, después de todo, esos bichos eran mejores que las personas. Es que la gente también es tan complicada, y para qué decir los pinches, los peores son nada: touch-and-go, que se van y se van, literal; los amantes, un cacho; los one-night, que te despertái y estái solo. Se convencía de que valía la pena esperar un poco para saciar el hambre por ese animal, que quería de verdad, que no le pedía nada a cambio, que lo seguía como se siguen los astros, y no como los amoríos, que puta que webean y te exigen, ni agradecen, y más encima se te ofenden, mientras que este peludo era fiel, pasara lo que pasara.
Y pensar que esa correa para pasear había sido lo primero que le compró, el primer objeto, el primer regalo, y que para él era el símbolo de que finalmente le había ganado el corazón, el cordón que les unía en sus tira y afloja cuando salían a pasear, con ese ahora inesperado mejor amigo. Un objeto común y corriente, pero que se había demorado semanas en comprarlo. Fue a varias tiendas y terminó encontrándolo en Mercado Libre, y después de darle vueltas y vueltas al asunto, terminó también en esta: “¿Qué onda esa gente que se esmera hasta la neura para encontrar la correa fashion? Eso sí que es de hueco, si ya debía ser suficiente para los vecinos de Providencia verlo paseando por esos jardines con un perrito peluche, el estereotipo de solterón maricón con poodle, atroz. Por eso jamás hay que alimentarle los prejuicios a la gente, no más. Qué es esa wea de ponerle estilo a una cosa tan insignificante como una correa. La gente realmente es muy básica; crea el personaje completo, caricaturas sacadas de las series, se compra todas las weás que le sugieren para responder a un prototipo que les identifica o que se adapta más a su personalidad. Si son muy weones y flojos, artículos de catálogo para comprar por internet, qué patético llegar a eso con sus propias vidas. ¡No hay salud! Como ovejitas del rebaño, obedeciendo sin ninguna reticencia el mandato de esa cabeza manipuladora de esta sociedad de masas que ni sabemos quién es, qué jevi la weá…”
Al final se la devolvió y él no se la aceptó de vuelta… pero ahora no iba a ahondar en ese recuerdo; le dolía el alma reconocer que en realidad, por unos minutos, sí la había abandonado. Qué loca la vida. Se instalaba en esa época y repentinamente, de igual modo que si estuviese leyendo su mente la perrita, mientras él, con la vista perdida en el vacío sin perspectiva clara, caminando medio perdido en su dirección a paso de sonámbulo, fantasmalmente, sintió que algo mojaba su mano y de pronto una lengua la recorría. Volvió al presente, enfocó a la perra y ella saltó para arriba chocando su cabeza con su puño, como si con desespero intentara atraer su atención, y sin controlar le contestó con un “ay, mi nainái, pobechita”, y buscó con sus pupilas pedirle disculpa y se le apretó el pecho, no pudo pensar en otra cosa que Kitty lo estaba buscando, ya que estaba insegura, y lo podía comprobar en su mirada, que era más persistente y más solapada de lo normal, como con los ojos más abajo, casi dibujando lágrimas. Estaba con pena la pobre, ¿habría realmente leído sus pensamientos? Con sus palmas le respondió con un cariñito especialmente delicado en su cabecita para intentar trasmitirle seguridad, pero la hembra se tiró al suelo y se giró —en otra de sus ritos— para decirle “más, por favor, más; no es suficiente”, lo que lo enterneció hasta la chochera. Definitivamente ese momento negro entre ellos era cuestión del pasado, cosa superada, y al mostrarle su guatita pelada, doblando sus cuatro patitas y con sus párpados caídos, no se pudo resistir y cedió, y con las manos sobre su estómago caliente y lampiño le dijo: “te amo”.
Se detuvo unos instante a darle cosquillitas en esa suave pancita temperada, preocupado de reconfortarla con el sonido de sus palabras y reafirmarle su cariño, convencido de que le estaba entendiendo. Este último tiempo, a pesar de lo que hipotetizaba la ciencia, se estaba convenciendo de que ellos sí tenian la capacidad de lenguaje, “si eso definitivamente es de puro ignorantes que somos, y celosos. Ni cagando la comunicación es la facultad distintiva de nuestra especie, como si fuese solo el privilegio que nos hace capaces de poder vivir en sociedad, si son más receptivos que cualquiera estos, por lo menos mucho más que la loca de mi ex que te trajo. Pobrecita, mi linda, perdóname, nunca más te voy a dejar, mi cosita rica, eres lo que más quiero”.
Satisfecho el can se levantó.
Ese era signo claro de que era momento de bajar a la calle, y se levantó para ir al mueble de la entrada y recoger el dispositivo cuadrado con el botón que soltaba o recogía la cuerda que ataba al cuello de su regalona y al divisarlo se sintió orgulloso de la compra: debía ser el más simple del mercado, el más sobrio, el menos colorinche. Y estiró la mano y lo recogió y de súbito se le vino a la cabeza la escena de su último pinche estable de varios meses, cuando le llevó a la guagua por primera vez, y le tocó el timbre como enfermo de la cabeza, durante largos minutos: estaba echado, así que al principio no pescó, pero después se llegó a asustar; nadie toca el citófono así si no es por algo grave. Y apenas abrió la puerta, sin poder reaccionar, prácticamente le lanzaron la cachorra a los brazos, y la imagen del ex en segundo plano, rojo como tomate y las cejas apretadas, y él apenas pudiendo agarrar la cría a medio caer. Y el ex le gritaba como barraco, con voz de pito, que estaba harto de su jueguito de tira y afloja, que por qué no le respondía hace tres días, si se veían o no, que qué pretendía, que lo tenía enfermo de los nervios. En eso estaban cuando lo asustó la solterona del departamento de enfrente, que apareció de la nada, como siempre, así que ahí tironeó a Nataniel adentro del departamento, porque no le iba a andar regalando material de chisme a la vieja. Claro que con el agarrón le rompió un botón de la camisa y lo desequilibró dejándolo casi en el piso, pero sobre todo Kitty, que se cayó de los brazos de los dos, y terminó pegándose contra el parquet, con unos sollozos minúsculos. Y antes de recoger a ninguno de los dos cerró hábilmente la puerta con una patada, y ahí Nataniel subió el volumen a grito pelado:
—¡Eres un insensible! Ninguna piedad por este indefenso ser. ¡Tienes que aprender de una vez por todas, no puedes quedar inmune siempre! Por eso te traje esta sorpresita, pero eres de una frialdad que asusta, usando a las personas. Así que para que te humanices un poco, aquí tenís.
Alfonso sólo atinaba a tratar de bajarle el tono al show.
—¡Shhhh! Cálmate, ¿estás loca? ¿Qué onda este escándalo?
Así le decía, mientras se imaginaba a la vecina pegada a la puerta, regodeándose en el dramón del perrito de las locas:
—¿Como que qué escándalo? Sabes que te lo mereces, así de loco me tienes tú, esto es culpa tuya. ¡Tuya! Tú lo ocasionaste, ¡asúmelo! Ojalá te escuche todo tu edificio y los de al lado, y si no te grito más fuerte es porque no vales. Eres incapaz de decirme que no me quieres ver más, por último eso. Eres un flaite, crees que me merezco eso.
—Por favor, para un poco, baja el volumen y tranquilízate, que pareces desquiciado. Tampoco te he hecho nada tan terrible para este griterío.
—Me importa un pico.
Abrocha el filamento negro al cuello de la perrita y ella lo empieza a tirar para afuera. La perra se arroja hacia la puerta y la araña con sus patitas. Entorpecido por el apuro de Kitty, se demora un momento en abrir la puerta, lo cual parece poner a Kitty al borde de un episodio de angustia. En el alboroto su mente vuelve al episodio de la llegada de Kittita a su vida.
—Lo que necesitas es hacerte cargo de algo, salir de tu zona de confort, tu cadena de producción individualista donde primero, yo; segundo, yo; tercero yo… ¿Y no la vas a tomar? ¡Di algo! ¡Haz algo! ¡Tómala bien! Eres increíble, un indolente. No hay manera de que reacciones. Se te va caer y no haces nada.
Alfonso la pescó como pudo, y más que nada para cortar las recriminaciones. La puerta se abrió con el mismo crujido que hizo cuando Nataniel movió esa misma manecilla para salir sin despedirse, ese día, todos esos años atrás, y nunca más lo volvió a ver.
En la última escalera frente a la entrada del edificio su peluche blanco viviente aceleró el paso, tomándolo de nuevo por sorpresa, aunque pasaba lo mismo casi a diario. Mirándola olisquear ansiosa el patio de la comunidad de Carlos Antúnez, Alfonso no se fijó que se cruzaba el flacuchento del tercer piso, chocando hombro contra hombro, a lo que el jovenzuelo respondió ruborizado:
—Qué onda esta gente que tiene cochino este patio, ya que te juro que recién anduve trajinando por ahí y solo te puedo decir que está realmente asqueroso por, justamente, mierda de perro; pero para colmo, además no andan atentos por donde caminan y chocando, todo por hacerles caso a estas bestias. ¡Qué onda! Ustedes me van a decir que ahora por el respeto a los animales nosotros tenemos que soportar sus atropellos, qué atroz. Además, tú en especial, como el presidente de la junta de vecinos, deberías tener más cuidado. Sabes, lo único que vas a lograr es que yo haga un reclamo para que prohíban las mascotas en este lugar.
—Mira, niñito, nada que ver. Primero que todo, no hables sin conocimiento de causa, yo siempre me preocupo de limpiar la caca de mi Kitty, es una de mis principales preocupaciones. Francamente, qué barsa que hables así, tirando tú mierda a diestra y siniestra. Segundo, ya somos mayoría los que estamos a favor en esta comunidad; el año pasado hasta tuvimos votación por ese tema y ganamos, así que no te va a ir nada de bien. Tercero, ya te vas a arrepentir de ese discursito odioso e inhumano, yo ya pasé por eso, cabro chico sin experiencia.
—Ay, qué desagradable este viejo solterón, mejor me voy, sabis que mejor chao, voh típico weon que no aceptai las críticas.
El flacuchento subió a zancadas hacia el interior del edificio y a Alfonso se le endureció el estómago, con una sensación de humillación que no atinaba a identificar, pero era como si le hubieran metido el dedo en la llaga, y esa nostalgia que se venía asomando unos momentos antes, ahora le bañaba el cuerpo y lo inundaba todo. No había escapatoria y este pendejo se lo había refregado en la cara: se le había acabado la juventud, y además, solo como él solo. Le retumbaba en las sienes esa imagen, que odiaba tanto, en esa juventud ida, el viejo cola, solterón y paseando un perro peluche. No había escapatoria de lo que uno mismo encarna… Y para peor, hipnotizado, sin poder sacarle la mirada a la caminata de niña caprichosa del pendejo, mostrando la cula. Claro, tan desenvuelta ella, la desinhibida, sin ningún pudor, total, para qué, lo bien que lo debe pasar agarrándose a cuanto cabro que pilla. Seguro que le fue fácil salir del clóset, algo que él, la verdad, a sus cincuenta años, no tenía para nada resulto. No lo había hablado con su familia y se había pasado todos esos años sin anuncios, sin peleas, sin ritos de paso o reconciliaciones, solo la comodidad del silencio. Si solo lo planteara, qué vergüenza. ¡No, no, no! Pero a estas alturas, ya fue. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Hablar con sus hermanas? Y eso que ellas eran buena onda, lejos las más cercanas y empáticas del grupo. ¿Pero qué sentido tenía después de tanto tiempo? Su padre, cada vez más lejos, apenas si tocaba el mundo con su cabecita senil, y la mamá, siempre tan estresada por todo, ¿de qué iba a servir ahora, aparte de hacer problemas? Ni que tuviera pololo o alguien para presentar. En su casa siempre habían preferido tratarlo como un asexuado, raro, medio autista, casi un enfermito. Y bueno, qué más se va a pedir con esos papás, poh, pinochetistas los dos; el papá, funcionario público de la armada durante el régimen militar (como decía él), defensores de los valores tradicionales, sin hacerse nunca demasiado caso; la mamá, muy católica, ama de casa, hija de militar también, amante de las buenas costumbres, que todavía hoy lo trataba como guagua…
Para peor, compartían el mismo nombre: Alfonso. Pero había salido diferente, sensible, femenino, mamón y todo eso, todo lo contrario que quería el padre, y ahí sintió de nuevo el tironeo de Kitty que se quería sentar para mear las raíces resecas de una cala, y claro, al papá siempre lo había puesto nervioso, obvio. La prueba más clara era que siempre se habían saludado de la mano, nunca de beso ni abrazo, y todavía le recriminaba: “Eso no es un saludo, hijo. Con fuerza de hombre”, y le volvía a apretar. Eso había pasado tantas veces, hasta que ni siquiera eso: “Así no, pues, pareces niñita, así pues”, con un apretón que le dolía hasta el codo.
Y ese era de los mejores recuerdos que tenía con él, y aunque le doliera y tratara de evitarlo, volvía ahí recurrentemente. Cuando Alfonso tenía un problema, que era a menudo, Alfonso padre se escudaba en que estaba muy viejo para atenderlo, y se lamentaba: que cómo se le había ocurrido tener otro hijo a esa edad, y acto reflejo, se dirigía a las hermanas y les pedía que se ocuparan, por favor, a él ya no le daba, él pasaba la plata, pero ya no tenía edad para educar a un mocoso. Quince años menor que sus hermanas, que siempre habían sido todo para él, junto a su señora, por supuesto. Siempre decía: “Mi gran regalo en la vida es ser bendito entre todas las mujeres”. Es que ellas eran tan señoritas, tan amables, serviciales, adaptadas. En la adolescencia, llenas de amigas, y en la universidad, bien pololas de sus pololos; todas casadas con hombres hechos y derechos. Pero él, en cambio, siempre con complicaciones por encontrar su lugar y su gente, que lo molestan en el colegio, que le costaba tener amigos, que era muy tímido, medio tirado a artista, pero no; que estudió diseño, pero no le gustaba, y ellas, las hermanas mayores, una, enfermera; la otra, educadora de párvulos, casadas como se debe, con un abogado, con un ingeniero, con familia, con hijos, dos cada una, y él, un solterón mañoso y poco sociable, con sus tres amigas, que también eran raras.
En ese régimen familiar, las hermanas y la madre fueron formateadas para protegerlo, listas para lo que fuese. Esa sí que era familia, pero olvídate que le preguntaran su opinión de algo. “Qué va saber él, le da lo mismo, tráele eso mejor”. En realidad nunca lo vieron más que como a un niño, casi como un muñeco, no era cosa de tratarlo de otra forma: “¡Pobrecito! El papá no le tiene paciencia”. Ahora que lo pensaba bien, nunca se les debe haber pasado por la cabeza que podría haber tenido algo con alguien, si siempre sería la guagua. Lo peinaban, lo defendían de los que lo molestaban. “Es que es tan delicado el pobre”. Lo ayudaban con las tareas, lo iban a buscar a todas partes, le compraban lo que quería, le daban cariñito. “Es tan tranquililito, con sus ojitos claritos, tan bueno que es el pobrecito, hay que cuidarlo de la gente mala. Por favor, mis niñas, ayúdenme, que estoy vieja para atenderlo tanto. Hay que acompañarlo para todos lados porque siempre le hacen o le pasa algo”. Y él tampoco nunca imponiéndose, asintiendo a todo lo que se decía en la comodidad de no crear conflicto para mantener el orden de las cosas, este bebé de tres madres.
Kitty seguía camino después de hacer sus necesidades y él apreciaba lo relajada que se encontraba ahora, batiendo su colita, a sus anchas, trotando rítmicamente hacia la calle. Se veía tan contenta, y pensar que la había abandonado en un basurero en una caja sellada con cinta de embalaje. ¿Qué habría sido de ella, desnutrida y aterrada, a merced de la realidad atroz de esa noche? Menos mal que se puso a aullar tan fuerte que le despertó la vergüenza de ser descubierto. La caja de cartón que vibraba con nervio y vida propia, por sus garritas arañando, y vislumbró entonces a alguien que daba vuelta la esquina y se devolvió, porque si lo pillaban capaz que lo acusarían de maltrato animal, que ahora estaba tan de moda en las noticias, y eso era denuncia, o funa, y en un puro gesto (cuya destreza le asombró en ese momento) abrió la caja, la rescató y la miró fijo a los ojos por primera vez, esos ojitos caiditos que le miraban de vuelta; se apiadó y decidió adoptarla. ¿Y qué tanto si después de todo la loquita de Nataniel tenía razón? Sí le había hecho bien. ¿Y si ahora lo llamaba? Por lo menos agradecerle. ¿Y si tal vez lo intentaba de nuevo con él? Claro que habían pasado diez años desde esa época. Tenía que admitir que le gustaba; si tenían buena conexión sexual, innegable; le gustaba cómo se la metía suavecito, considerándolo en el placer, lo que en ese momento no lo valorizaba, lo encontraba aburrido, poco viril. Sí, era interesante el cabro, harto tema en común: actor, buen cuero, pico rico, proporcionado, amante de la literatura y, más encima, guapo. Qué estúpido había sido, todo por su independencia culiada, su incapacidad de asumir una relación con alguien, por el miedo de entregarse, o qué se yo, ser vulnerable o convertirse en esa gente de los finales felices de película mala y perder su amada libertad. Lo había dejado pasar, y Nataniel, dispuesto a todo para construir algo. Pero no, él tranquilo por las piedras, evitando el compromiso, y ahora solo y viejo, personificando lo que ridiculizaba y aborrecía en su juventud. ¿Que no hay manera de salir de este mal chiste? Miraba al cielo mientras los edificios y los árboles se recortaban negros contra el cielo todavía claro del atardecer y se convencía de que iba a llamarlo volviendo al departamento, después que la bebé comiera algo y se echara en su camita, lista para dormirse; aunque fueran pasadas las diez lo iba a llamar. Tal vez aún había esperanza.
Nota editorial: En esta nueva Serie, Salvador Young nos presenta con un retrato agudo, crítico y lleno de humor de la sociedad chilena. Con cada nuevo Imbunche se ensambla una crónica de la idiosincrasia chilena a partir de fragmentos que con un poder amplificador delinean sus peculiaridades. El entramado de esta serie nos muestra con ingenio y humor fronteras sociales en jaque, tales como género y clase social. Puedes ver el primer número de la serie aquí.