Imbunche 2
Salvador Young, Chile
2 noviembre 2021
Venía subiendo las escaleras con su nueva bicicleta al hombro: ultra ligera y plegable, la había visto en Nueva York hace unos meses cuando viajó por la licencia que se tomó por sugerencia de su madre que la hallaba tan estresada a la pobre. Por eso la había llevado donde el primo psiquiatra de su papá, para que le diera dos semanas de descanso por estrés. Es que la situación no daba para más. Llamadas varias veces al día, quejosa y rabiosa: que esos ineptos de Muebles SUR le habían traído una alfombra de otro color, que sus alumnos eran flojos, idiotas y buenos para faltar a clase (esa mañana habían llegado dos de viente), que además el ambiente en la U era insoportable, que los colegas no paraban de hacerle bullying: le habían hecho la ley del hielo desde esa vez que fue a marcar en la mañana y luego partió a pasar el día de paseo con su ex que estaba de visita en Santiago por tres días. “Si total todos hacen eso poh”; dejó a la ayudante a cargo de las clases y no se apareció más por la facultad…
Era un modelo de bici que encargó por internet a Estados Unidos, ya que en Santiago no la pudo encontrar. En vano se recorrió el Mall del Deporte, los retails, puestos de bicicleta especializados, Mercado Libre. No hubo caso. No había llegado ninguna con esas características exactas: o las lucecitas no tenían el ángulo o el diseño adecuado, o las ruedas eran más gruesas y no tenían la misma onda, etc. “Se pasó que los chilenos no saben hacer las cosas bien”. Emparejada a la bici relucía su última adquisición, el casco rojo elegido con pinzas, estilo italiano años 60 –era la excepción que confirmaba la regla, porque aunque lo adoraba, en general encontraba horrible esos accesorios de seguridad y apenas se bajaba de la bicicleta se los sacaba de inmediato–. Pero este no sólo lo exhibía con orgullo, sino que le costaba quitárselo. Se lo sacaba sólo después de sentir que le había sacado el jugo al máximo, justo antes (o a veces después) de que se volviera absurdo seguir con el famoso casco encima.
Este día en particular iba pensando qué cocinar: le tocaba velada cosmopolita y sofisticada, una de las invitadas era francesa, amiga de una amiga de Nueva York que le habían adelantado como muy guapa. También venía su gran amiga del colegio que estaba llegando de vivir en Grecia. Había que sorprender, porque además se sumaba el nuevo amigo gay que era de lo más top que hay. Había que estar a la altura, demostrar que ella también era una chica de mundo. Mal que mal había nacido en Estados Unidos, ¿no? ¿Unas papas al romero con aceite de oliva al horno y un pollo al curry al estilo tailandés? Puede ser, tiene su gourmet, mezcla de mediterráneo y sudeste asiático. En esa estaba, cuando de pronto se le cruza en el pasillo del piso de abajo esa guatona de mal gusto como lapa pegoteada a la entrada de su casa. ¡Qué horror! Pasó rapidito delante de ella, por supuesto ni le preguntó si necesitaba ayuda. Estas rotas no saben hacer nada, ni abrir una puerta. Cómo tan mal vestida, le llegaban a doler los ojos con esa polera chillona de color fucsia de tela de cebolla, bolsuda, cubriendo ese cuerpo de tanque. Le hacía el quite como a la peste, si de hecho una de las razones por las que dudó comprarse su espectacular y adorado hogar era justamente ella; “las cosas que una tiene que aguantar”.
Claro, se suponía que era una excelente inversión, pero la verdad la fachada del edificio nunca le había convencido, “demasiado funcional”. Ella, para darle una oportunidad, lo llamaba “formalista,” como ruso o de Alemania del este o, sin ir más lejos, parecido a las primeras viviendas sociales de Le Corbusier, cuadrado, gris, pocos detalles de diseño interesante, pero en fin, tampoco era tan terrible. Lo que pasa es que la ecuación es la mierda atrae mierda, y si ya estaba compartiendo edificio con esa chancha horrenda, ¿quizás con qué más se iba a topar después? Lógico que la gente poco agraciada guste de las construcciones poco agraciadas, así son las leyes de la estética. Por eso estuvo a punto de abortar misión. Sorry, no podía vivir compartiendo muros con una persona así; sufría imaginándose cuántas más como esa estarían pululando por ahí en los recovecos de la mole de hormigón. Dudaba en serio si su sensibilidad le iba permitir compartir espacio en esas circunstancias. Porque a ella sí que las cosas le entraban por la vista y no es llegar y soportar cotidianamente a gente que se mostrara así, con esa desfachatez.
Por suerte sus papás le insistieron que el departamento podía quedar a su pinta: mejor ubicación que esa en Providencia imposible, además la relación precio metro cuadrado para ese emplazamiento era inigualable, ellos sabían que iba a valer oro en unos años, etc. Al final se convenció cuando supo de gente top que recién había comprado y remodelado otros departamentos en el edificio, uno incluso había salido en una revista de decoración. También ayudó que tampoco había mucha oferta atractiva en el mercado inmobiliario en ese momento, todo chico, caro y feo. Así que se las cantó bien clarita a sus padres, que desde un inicio estaban entusiasmados con la inversión (mal que mal ellos ponían el 90 por ciento de la plata): a ella le tincaba siempre y cuando le aseguraran que quedaría a su pinta; si no, no. Ahí se entusiasmó y juntó referentes de lofts neoyorkinos para rearmar el duplex y dejarlo como un flamante top apartamento boutique. Eligió cada elemento de decoración, sin piedad con la tarjeta de crédito de mamá. Y si mamá se enojaba porque habían opciones más sencillas para tal o cual detalle en el baño o la cocina, ella respondía subiendo el tono de voz: tiene que ser ese, imposible otro. Si le habían prometido que iba a ser todo a su pinta, y los compromisos son compromisos, ¿no? Ahí la madre intentaba contenerla con voz suave y temblorosa: ¿No será un capricho, hija? Si es un espejo para el baño, ¿cómo va a ser tan crucial? Y ahí ella respondía con una especie de ladrido seco, acercándose a la mamá como si fuera a morderle, con la nariz arrugada, pero luego con voz baja y quebrada: A ti no te recogieron de un albergue en Boston. ¿Cómo me tratas así? ¿Caprichosa? Claro, a ti no te abandonaron en la etapa más vulnerable de tu vida. ¡Qué insensible! No entendís nada, tú que la has tenido todo tan fácil. Un mínimo de piedad. ¿No erís tan católica y de izquierda? Francamente. Así le dijo, al borde de las lágrimas.
Por fin en el piso, sin el puerco a la vista. Dejó la bici en el suelo y puso la llave en la cerradura. Aquí fácilmente se deslizaban los metales, se entrelazaban y se coordinaban de forma suave como géneros de seda. La puerta se abrió en silencio, como movida por fuerzas desconocidas. Si parecía botón automático. Claro, como todo en esa casa estaba remodelado, el sistema de seguridad era de última tecnología anti-robo. Se dirigió directo a la cocina, por suerte le había pedido a la nana de sus papás que dejara todo listo para que ella pudiese “preparar”esa cena. Sin conocerla ya fantaseaba con esa francesa. Le había encantado la foto que una amiga fotógrafa coreana le había mandado por whatsapp (de Nueva York se había traído la ocurrencia de que era la última moda eso de tener artistas orientales en su círculo cercano). Todo su tipo. Labios finos y bien dibujados, máxima elegancia. Además, su amiga le remarcó que el hobby de la francesa era la fotografía: ¡Qué complemento para una guionista! Para algo que le sirviera esa latera egocéntrica que contaba sus fomes aventuras como grandes historias apasionadas. Debía reconocer que lo que más le gustaba de ella era poder presentarla o referirse a ella como “mi amiga fotógrafa oriental”, nada más top que eso. Tal vez esa era la única razón por la que la conservaba, ya que debía admitir que la aburría muchísimo con sus eternas historias de minos insignificantes, ¿cómo pierden las minas tiempo con esos cavernícolas con olor a weá? Para ella el peor olor del mundo era ese hedor agrio y avinagrado, ¡guácala! No quiero seguir pensando en eso y lo peor es que lo detectaba al instante: el olfato era uno de sus sentidos desarrollados, por eso evitaba siempre mantenerse muy cerca de hombres transpirados.
Se puso a verificar que le hubiesen cortado bien las verduritas (la cebolla en pluma, las zanahorias en cuadraditos, los pimentones en hilachas, el pollo en cubitos) y descongelado los camarones. Suspiró de alivio al ver todo en orden; menos mal, si no llamaría enseguida a la empleada doméstica para que viniera a auxiliarla, tenía solamente una hora para preparar todo. Ya eran las siete y diez minutos. Prendió los parlantes y puso su playlist favorita. Contempló su cocina americana y su living de 70 metros cuadrados, y se fue a servir una copa de vino blanco. Se sintió contenta, en paz. Al final la había hecho, ese era su espacio, lo había logrado. Hasta los libros en el librero funcionaban: se veían bien así, y bien que dejó con sus papás los que no combinaban, chao. Subió la copa como haciendo un brindis con ella misma, notaba lo lindo que se veía ese cristal de marca francesa. De hecho, se lo iba a comentar a Agathe. La cagó, justo le encantaba ese nombre de piedra preciosa; se le hacía tan french esa palabra. Iba a hacer todo lo posible por que le resultara beso con una francesa, un pendiente en su vida todavía. Cuando era heterosexual había dado un cuneteado a un francés en vacaciones después de un intercambio en Londres, amigo del pololo de una amiga. Pero esto… iba ser diferente poh, con una mujer y francesa, su sueño hecho realidad.
Mientras se iba a instalar en la cocina pensó que iba a agregar varios temas franceses en su playlist, para impresionar. Se fue al refri, que era estilo vintage, pero por supuesto de última generación. Sacó unas salsas de una marca gringa que había probado en Nueva York que ahora llegaba al Jumbo; menos mal, por suerte cada vez era menos difícil encontrar cosas sofisticadas en chilito. Así dejaba el thai como el que había probado en Bangkok; iba a decir que esa receta se la habían dado ahí, así podría explayarse sobre su viaje en el sudeste asiático, justo antes del tsunami. Se había pasado de suerte. De entre sus sartenes francesas sacó esa especial para wok, y aceites de oliva y sésamo, le habían dicho que ahí estaba el secreto. Se volvió a servir vino blanco y puso la cebolla, agregó canciones de Duft Punk y Air en el ipad, alguna de Stereolab y Holden también. Aprovecharía de contar que un chileno formaba parte de la banda, para lucirse; pondría su último hallazgo, obvio, ya lo más taquilla, de su último viaje, que había escuchado en un bar top de Brooklyn: Sebastien Tellier. Sí, mataría con eso. Después lanzó todas las verduritas y tomó su nueva cuchara de silicona, última moda, para revolver. Volvió a la música: pondría también clásicos de Gainsbourg, Joe Dassin, por supuesto que Aznavour y Brel. Se le hacía agua la boca sólo imaginar ese beso francés, sus labios contra esa boquita pequeña y bien dibujada. Tomó profundo del sauvignon blanc que había descubierto en su suscripción a la revista de la vinoteca.
Ya sólo le quedaba un poco más de media hora. Fue a buscar la salsa, y se asomó de nuevo a su cocina de tipo industrial metálica, con un horno separado de las encimeras en medio de una repisa como mueble de cocina. Le faltaba poquito a las verduras para dorarse. Roció todo con soya, sacó una bandeja pyrex y buscó el bowl donde podrían haber quedado las papas cocidas cortadas en cuadraditos. Le bajó el pánico. Se tomó la cabeza. ¿Dónde está el bowl con las papas? No está en el refri, no está encima de la mesa/bar que unía el living con la cocina americana, no estaba en los quemadores, ni arriba de las repisas. Apretó su celular con fuerza para ver la hora, indignada consigo misma y el mundo, ya faltaba menos de media hora para que llegara la gente. ¿Dónde están las papas? No podían faltar las papas. Marcó a su mamá y transmitió sin saludar, con la voz al borde del grito: “Es que es el colmo, la floja de la Patty no me dejó las papas listas. Dile al tiro que me las venga a traer.” “Cálmate Panchita, llámala pa preguntarle si las dejó en otro lado.” “Ni cagando, dile tú al tiro. O que venga ahora o no le pagamos su venida de hoy, así de simple; es una incompetente y tú dale que hay que ayudarle, erís muy weona.” “No seas así hija, Patty siempre cumple.” “Nada que ver,” y le cortó. Llenó de nuevo su copa. ¿Qué iba a hacer? Tragó una bocanada de aire como saliendo de un incendio o del revoltijo de las olas. Por último hago arroz, pero no le pago el día a la china ni cagando. Agarró la arrocera, pero le daba monos hacer lo típico: thai con arroz. Suena su celular. “Panchita linda, la Patty puso las papas en el refrigerador.” “Pero qué bruta, qué asco que se enfríen, además después al calentarse capaz que se desarmen, qué tremendo, es que es muy weona, hay que decirle todo lo que tiene qué hacer, no cacha nada, nada, ¡es una bruta! Francamente, la tenís mal educada. Ya mamá, te tengo que dejar: estoy atrasada y capaz que se me quemen las cosas y va a ser tu culpa.”
Llenó el pyrex de aceite de oliva lo llenó de las papas y de su cajita de especies sacó el romero, con sus palmas suavemente las hacía caer, de la forma que imaginaba que acariciaría a su invitada de honor. Fue a buscar la salsa, tiró el pollo, los camarones. Puso al horno las papas. Tomó su ipad y buscó L’amour naissant de Sebastien Teiller. Se imaginó sentada al lado de ella, rozando su hombro, casualmente, y de vez en cuando cruzando la mirada, inevitablemente, y los ojos frente a frente, puntos azul grisáceos que relucían como en la foto que estaba mirando ahora, “ou la la”, riendo las dos, y era tan francés ese color, justo el tipo de mina del que se enamoraría, y segura que a pesar de lo jodida que era ella, todo sucedería, calzaría, funcionaría, nada qué hacer, era de verdad… Levantó los ojos y vio su reflejo en el espejo, levantó las cejas (mirándose como ella sabía mirarse): irresistible, ¿o no? Hay algo interesante, una guapa… Y se le vino a la mente una imagen del final de velada, con los invitados partiendo, ella despidiéndose y venía el turno de la francesa, y le atacaba el oído en susurro: tu restes. Y la francesa movería apenas la cabeza de arriba a abajo, y volvería a poner L’amour naissant, y se lanzaría de piquero a su boca para conocer por fin cómo besan las francesas y con sus manos se perdería en su cuerpo, y lo abarcaría entero. Sería el comienzo de una linda relación profunda, que seguiría todavía allá, donde están dirigiendo películas juntas, una escribiendo los guiones, la otra haciendo la fotografía, las dos envidia de todes…
Terminó la canción y, conchesumadre, tenía que poner la salsa y revolver todo para que reposara al menos media hora. Quedaban 15 minutos para las 8. Tenía que preparar todavía el aperitivo: había comprado quesos suizos y franceses, frutos secos, unas pastitas de alcachofa y berenjena, unos jamones, unos panes suecos y unas galletitas (jamás la ordinariez de crackelets) y panecitos negros alemanes. Estaban todos agrupados en montoncitos en el mesón del comedor. Los ubicó en tres tablas de madera. Quedaban 10 minutos. Subió hecha un balazo su escalera estilo caracol con peldaños ajedrezados Lo primero verificar que todo estuviera ordenado como se lo había indicado a la nana, suspiró de alivio, no había nada que arreglar. Sobre la cama se encontraba su tenida para esa noche, planchada impecable. Un traje de sastre negro con rayas blancas, al lado una corbata de seda gris perla y una camisa blanca bien ajustada en los pechos para que se le notaran, con una cajita al lado con colleras: quería lucir sexy. Se metió rápido a la ducha, usó su gel Vichy, se enjabonó por todas partes teniendo especial detención en las íntimas. Se sentía contra el tiempo. No se lavó ni el pelo, total ya lo había hecho en la mañana. Se secó de un golpe con su toalla. Pensó que por suerte que no le gustaba casi maquillarse. ¡Qué pérdida de tiempo! Si le bastaba con su belleza a lo natural, ¡eso era elegancia! Qué raras esas minas que pasaban horas arreglándose. Se es lindo o no, y punto. El resto no servía más que para vulgarizarse.
Mientras se iba poniendo la ropa, iba posando al espejo. Como para un ensayo, puso Gainsbourg, Je t´aime moi non plus. Cuando aparecía una voz de mujer, se imaginaba su francesita cantándole al oído esas palabras que no entendía a medias y que significaban todo. Se veía en París, tomadas de la mano, las dos en el Marais, recorriendo las callejuelas estrechas. Se enorgullecía de cómo le iba quedando cada prenda de ropa; justo había adelgazado. Se encontraba tan canchera. Para rematarla se pondría suspensores y un jockey; en el cuello, One de Calvin Klein. Y los labios rojos. Un poco de rímel. Y listo. Ordenó la música de su playlist francesa recién hecha: primero Duft Punk, de ahí los pop franceses, luego para la cena los cantautores y para finalizar Sebatian Tellier. Rellenó su copa y ya marcaban las 8:00.
Se sintió como en las primeras citas. ¿Y si en realidad la foto era un engaño y era más gorda de lo que se veía o definitivamente rechoncha? Eso sí que la alteraría. No pasaba a la gente con kilos de más. Ya había escuchado varias historias de que la foto engaña, pero cómo su amiga le iba mandar una foto tan errada, eso sí que no se hace, ahí sí que no le hablaba más a esa china buena para hablar. Y si era una lata, bueno, por lo menos habría más gente, era clave eso. Y sonó el timbre. ¿Sería ella? Se puso el jockey ladeado para parecer casual y se desordenó la camisa con un toque para mostrarse espontánea. Abriendo la puerta apareció Martín con azucenas blancas, disculpándose por no haber encontrado vino, llenándola de halagos por lo lindo de su departamento. Fue un alivio, así calentaba motores y se encontraba más relajada, además pensó que era menos incómodo si se trataba de un fiasco esa suerte de cita a ciegas para ella, no encontrarse a solas al principio: imagínate no hay nada que decirse, qué lata los silencios incómodos.
De inmediato invitó al amigo a tomar una copa de vino blanco; él respondió con un brindis por ese hogar que cada día se veía mejor. Se abrazaron. Nuevamente la plenitud por ese espacio, brotó una sonrisa de oreja a oreja; las palabras del amigo la hacían feliz, le reafirmaban su conquista. Esa es la idea, tú sabes, yo siempre quiero ser la mejor anfitriona, sabes que una de las más altas virtudes de los griegos era la hospitalidad, o sea ser anfitrión. Y ahí Pancha lo bombardeó, atolondrada y sin pausas, con todo lo que tenía: que le tincaba que iba a conocer el amor de su vida y sacó su celular para mostrarle la foto enviada por la amiga fotógrafa oriental. Martín respondió: “Demasiado mina, elegante, estupenda, te pasaste.” Volvió a sonar el timbre. Se miraron: “¿Me veo bien?,” preguntó ella. “Increíble,” dijo él. Nuevamente se ajustó el jockey, se sacó otro poco de camisa afuera del pantalón y se dirigió a la puerta con un paso automático, casi robótico.
Abrió bien los ojos mientras empujaba la puerta (sacada de anticuario en el persa): era la guatona de la vecina con su polera fucsia, sosteniendo con la mano una taza: “Oye veci, te podría pedir un poco de aceite que recién se me acabó y necesito urgente para cocinar.” Y detracito la francesa, más bella de lo que había imaginado.
Nota de la editora: En esta nueva Serie, Salvador Young nos presenta con un retrato agudo, crítico y lleno de humor de la sociedad chilena. Con cada nuevo Imbunche se ensambla una crónica una idiosincrasia a partir de fragmentos que con un poder amplificador delinean sus peculiaridades. El entramado de esta serie nos muestra con ingenio y humor fronteras sociales en jaque, tales como género y clase social. Puedes ver el número siguiente de la serie aquí.