POR SI LAS COSAS SE PONEN MAL

Guillermo Martínez, España

6 octubre 2023

Desde el bus urbano la ciudad se ve como si fuera la escena de una película. Es media mañana, por lo que las calles están tranquilas. Miro los coches, y los peatones que no conozco, que fuman y van a toda velocidad.

Me bajo una parada antes para estirar las piernas y caminar un poco. La residencia está a unos minutos, pero necesito que me dé la luz del sol. Veo mi reflejo en un escaparate. Llevo pantalones oscuros y una gabardina negra. No tenía una camisa decente ni un suéter planchado, así que me pareció una buena solución para guardar las apariencias, aunque ahora tengo calor.

Paso al lado de una cafetería que huele genial, a cruasán recién horneado. El local se ve animado, así que decido entrar. Me siento en un taburete vacío que hay a pie de barra. Al momento llega una camarera de mediana edad. Tiene ojeras y está un poco despeinada, aunque en tiempos tuvo que ser una mujer muy atractiva. 

—Buenos días. ¿Qué va a tomar?

Dudo por un instante. El deseo de pedir una copa para templar los nervios es grande, pero logro contenerme.

—Un café solo.

La mujer lo trae y me sonríe. Le devuelvo el gesto y luego remuevo el café. No le echo azúcar, pero me gusta darle vueltas con la cucharilla. Es algo que ponía de los nervios a mi esposa. Le doy un sorbo, está delicioso. De todas maneras palpo con la mano en un bolsillo de mi gabardina buscando la petaca. La llevo por si las cosas se ponen mal y necesito echar un trago. Desenrosco el tapón y me sirvo un poco. La camarera me ve desde el fregadero. De su cara desaparece la sonrisa instantáneamente.

Acabo lo que queda en la taza de un trago y dejo un par de euros en la barra. Me despido de la mujer y salgo encendiendo un cigarro que fumo en un santiamén. Cuando llego a la residencia, lo tiro al suelo y lo apago con el zapato. Entonces veo que está sucio y lo limpio frotándolo contra el pantalón. Pico al timbre mientras me aliso el pelo de la nuca. Al poco abre una monja. Me lleva en silencio a la sala de visitas.

—Ella bajará en seguida.

—Muy bien. Gracias.

Hace un par de años que no vengo. Cuanto peor es mi vida, menos soporto verla. Además, aquí está bien atendida. Es una residencia decente, no un vulgar antro donde dejan morir a los viejos. La última vez vine a pedirle dinero y se negó. Dijo que no iba a subvencionar mis vicios. Yo le grité. Por aquella época estaba siempre borracho. 

Me llama la atención el olor de este lugar. Esa mezcla a farmacia y alcanfor. Los pequeños detalles que me inquietan, como la sala de visitas siempre vacía o los trabajadores juzgándote cada vez que entras. En estos momentos me muero por echar un buen trago.

—Perdone, ¿hay un lavabo por aquí?

—Saliendo por esa puerta, a la derecha. Pero ya van a traer a su madre.

Voy al baño dando grandes zancadas. Saco la petaca y la vacío en mi garganta. Me escuece por dentro, pero me deja tranquilo, ya no tiemblo. Abro el grifo y me echo agua a la cara. Miro mi rostro en el espejo, casi no me reconozco. Vuelvo a la sala de espera y me encuentro con ella de frente. Su cara es la misma, pero su piel se ha vuelto gris. 

—Madre.

—Dos años es mucho tiempo. Incluso para ti.

Asiento con la cabeza. Pasan unos segundos en silencio. Aún estando postrada en una silla, su presencia me sigue resultando amenazante.

—¿Qué tal tu mujer y los niños?

—Bien. Como siempre, creciendo.

—Qué raro. Tu hermano me contó que te habían abandonado y ella no deja que los visites. No la puedo culpar. Siempre fue inteligente, a su manera.

Aprieto mis puños. Quiero romper algo. Tengo que calmarme y recuerdo para qué he venido. 

—En realidad no necesito que nadie me diga si estás mintiendo. Siempre haces los mismos gestos. Tienes mucho que aprender de Daniel. Lo echo en falta, por cierto. Hace días que no viene. 

Cojo una silla y la pongo delante de ella. Me siento y froto mis manos con suavidad.

—Es la razón de que esté aquí, madre. No resulta fácil de contar. Daniel tuvo un accidente de coche hace cosa de un mes.

Abre sus ojos al máximo y se agarra el pecho.

—¿Pero él está bien?

Trato de decirle la verdad, pero no puedo. Pensé que incluso disfrutaría dándole la noticia, que sería como una pequeña venganza. Miro al suelo y me rasco la cabeza. Cambio de idea sobre la marcha.

—Está bien, pero le llevará mucho tiempo recuperarse. Probablemente tardarás en verlo. 

Me mira fijamente y aprieta la mandíbula. Hace una señal a la cuidadora para que la venga a buscar. Antes de irse se gira hacia mí.

—Siempre los mismos gestos cuando mientes. Nunca aprenderás. No sirves ni para dar una noticia triste. 

La veo desaparecer hacia las escaleras. Enciendo un cigarro antes de salir de la residencia. La monja que está a la puerta me dirige unas duras palabras que no consigo entender muy bien. Camino directo hacia el primer bar que veo abierto y pido una copa en la barra. Saco mi teléfono para escribir a Nora. Le digo que no podré acudir esta tarde al funeral. Creo que la gente lo podrá entender. Adiós a los casi cuarenta días sin emborracharme. A lo mejor en el siguiente intento.