por los caminos viejos

Federico Ambesi, Argentina

1 marzo 2022

Asqueado de palabras, me propuse idolatrar al silencio. Para esta hazaña mal vista, incomprensible entre los corazones de la Gran Fiesta, tuve que volverme centinela de este y otros mundos para sí poder aplacar cualquier farra que brotara de mi corazón junto al brillo de las estrellas peregrinas que al cruzar el cielo alborotaban mi calma.

Con gusto hubiera cortado las lenguas de aquellos pavos que no cesaban de explicar el mundo y la verdad con ideas repetidas, obsoletas, bochornosas, mientras no cesaban de cuestionar el porqué de mi horror. Pues con el tiempo comprendí que las palabras son monedas y que a ningún santo le han podido comprar con oro, y es por eso que guardé silencio, para no verlos, para inventarles una muerte.

Cuando la soledad apretó mi carne, me negué a sangrar. Estaba seguro de mí mismo, orgulloso de mi andar. Así fue que a este robusto silencio tuve que ponerle un cuerpo, acunarlo como a cualquier hijo y hasta darle de comer. Mi seno tibio se hinchó de nada, y de esa nada el silencio se nutrió hasta crecer de un modo inaudito, volverse ajeno a lo práctico, ignorante en lo corriente y al fin dueño de un espíritu tan cándido como peculiar.

Parecía andar al vuelo. Impulsaba los tendones, hacía extrañas inflexiones y se deslizaba por el aire. Una bestia del cielo, un titán sobre la tierra, el orgullo de mis días… Pero a él también le llegaron las palabras y, a pesar de haberlo curtido con leones y pirámides, pronto lo alcanzaron hambres de amor. Quise cuidarlo. ¡Sería terrible perder a un hijo! Por precaución le arranqué las orejas, me hice con sus ojos, sopesé los pares en mis manos y al final lo sepulté todo para que no viera más que tierra ni escuchara a los gusanos del verbo y la pasión.

Mas a pesar de este encierro mutilado, mi monstruo aún era capaz de pensar. “¿Qué diría su cabeza?”, me pregunté una y mil veces. Intentando develar esta duda, recreaba mi voz hasta entonces suspendida, mi viejo discurso; un tartamudeo inacabable, lleno de estupideces.

Mientras me escucho, languidecemos y sólo aguardamos juntos que termine el alboroto.