la tumba de wittgenstein

Matías Correa, Chile

26 enero 2022

1 La tumba de W queda a las afueras de Cambridge, entre sitios eriazos y casas a maltraer, desperdigadas a orillas de un camino asfaltado sin veredas, donde crecen islotes de maleza en torno a envoltorios de barras de chocolate, botellas de plástico, latas a medio aplastar y unas pequeñas flores amarillas por aquí y por allá. Tal vez una hora u hora y media de caminata desde la estación de tren hasta el Cementerio de la Parroquia de la Ascensión. Mi mamá y mi hermano no nos acompañaron. Hicimos el recorrido a pie con mi papá, pero no de una vez, sino tomando pausas cortas, como para volver memorable el trayecto. Nos perdimos por gusto, dando vueltas entre el río Cam y las calles más estrechas de la universidad. Hay fotos, ahora siempre hay fotos —dentro de una librería, ante el frontis de una iglesia antigua y en el mercado y los jardines del King’s College y otros sitios turísticos que ya olvidé—, pero rollos y álbumes y marcos y revelados y centros de impresión cuesta encontrar.

1.1 No es fácil cultivar el interés por lo fome*. Para aburrirse con método hay que explorar las posibilidades del solipsismo y hacer como si la conciencia fuera más ancha y honda que el universo entero. Excitar ese anhelo siempre insatisfecho exige disciplina. Es natural sentirse incapaz para concentrar la atención, suspender el mundo y las distracciones, focalizar la imaginación en la construcción de un fetiche ideal que demande la totalidad de tu cuidado y devoción.

1.1.1 La entretención es una puerta de escape enmarcada en neón y pintada de rosa flúor. Incluso por accidente o curiosidad puedes tropezar con ella en un museo. Caer dentro de un foso negro para detonar risas nerviosas entre visitantes maravillados y desconcertados por la posibilidad de que la obra que han estado mirando sea una perfomance y no una instalación.

1.1.1.1 Lo fome es más probable que lo inverosímil.

1.1.1.2 En 2018, el célebre escultor británico Anish Kapoor exhibió la obra “Descent into Limbo” en un museo de Oporto. Fue allí que, por culpa de Kapoor, un turista italiano se accidentó: cayó dentro de un hoyo pintado de negro. Se fracturó la muñeca y el orgullo se le partió en dos. La pintura utilizada absorbía el 99,9% de la luz: Vantablack es el nombre comercial del pigmento y Anish Kapoor compró los derechos exclusivos de ese negro, el más negro de todos los negros. Un genio y un mercachifle, Kapoor es el único artista con patrimonio material sobre la oscuridad y el vacío.

1.1.1.2.1 Nos aburrimos por no aprender a estar a solas.

1.1.2 La industria del entretenimiento es un gran socavón en medio del campo cultural que se deja llenar con noticiarios y autos y lluvia y gallinas y viejos y polvo y guaguas y maquinaria agrícola y avisaje publicitario y desechos para compost y documentales y teleseries y lo que sea. El pavor al aburrimiento no es más que el miedo a un vacío que se llena y satisface con los juguetes que uno encuentra, los que a uno le sirven, los que uno se inventa.

1.1.2.1 No saber qué hacer con uno mismo se parece a sentirse encerrado al aire libre.

1.2 Lo fome es arduo y resulta extraño a la aventura.

1.2.1 El ajedrez y las novelas de autores de Europa del Este. Los congresos de ciencia ficción y el Krautrock y la lógica formal, la poesía sonora, las reflexiones teológicas y las especulaciones acerca de la performance secreta de la vida privada de los otros. También son fascinantemente fomes los cómics franceses, la Radio Beethoven, las notas a pie de página y los neurólogos.

1.2.1.1 Se puede sufrir de agorafobia incluso al interior de un baño de avión

2 Recorrimos casi todo el lugar: un pueblo chico inglés, una ciudad universitaria con aires de club privado, un internado para señoritos que siglos atrás secuestró el comercio, los edificios, las iglesias y plazas, convirtiendo a sus mismos habitantes —estudiantes, profesores y funcionarios; pequeños comerciantes en general— en una atracción más para las hordas de turistas que llegaban a diario. “Tan lindo estudiar aquí… Ojalá mis nietos,” dijo (o pudo haber suspirado) mi mamá, estoy casi seguro, y entró después en una juguetería; la acompañó mi hermano —yo no tenía hijos, él sí— y al rato salió ofuscado. Nos dio instrucciones a todos e indicó una heladería antes de chequear su reloj: “Tienen media hora”, soltó, no sé si como una advertencia u orden, pero recuerdo que fue idea mía visitar el cementerio.

2.1 También largaría un par de líneas sobre la apropiación cultural de tradiciones que le visten a uno los recuerdos con ropa ajena. Despotricaría contra los efectos de una memoria colectiva que no calienta ni da abrigo. Colaría de contrabando la referencia a un 7-Eleven donde solía comprar de noche burritos congelados que después calentaba en el microondas del local. Adjuntaría un collage compuesto de recortes de revistas de aerolíneas. Proyectaría el esquema de una novela corta inspirada en los últimos días de Juan Agustín Palazuelos (1936-1969).

2.1.1 El joven aspirante a escritor gana un concurso. El premio: un viaje a Estados Unidos, una beca, seis meses de sabático. También una plaza en una residencia para escritores de una universidad del Medio Oeste con estadía pagada en un hotel dentro del campus. Su habitación miraría al río. Tan solo tendría que cruzar un parque y andar diez minutos a pie para llegar a la biblioteca de literatura y humanidades. A dos cuadras del hotel, una cafetería frecuentada por estudiantes de pregrado. Sobre la esquina, un bar visitado mayormente por profesores, investigadores, vecinos y funcionarios. Los gastos para viáticos estaban incluidos. El cinturón, asegurado; el avión, sobre la pista de aterrizaje: en el aeropuerto de Cedar Rapids, el joven aspirante a escritor constata lo evidente: [ — ]. Hay registro manuscrito de aquella epifanía en la entrada de un diario privado que lleva por título una fecha gruesa, un año: «1968». Al cabo de trece meses de esa anotación, Palazuelos muere.

La tumba de Wittgenstein es un adelanto del libro homónimo de Matías Correa publicado por Alquimia Ediciones.