La ciudad ya escrita
Antonio Díaz Oliva (ADO), Chicago
30 mayo 2021
Fotografía: Antonio Díaz Oliva.
Resulta incómodo escribir con este traqueteo
Néstor Sánchez, Diario de Manhattan
Ahhh, but remember that the city is a funny place
Something like a circus or a sewer
Lou Reed, Coney Island
1
Te despiertas en el metro, de vuelta de una fiesta, con la vista hacia el techo, con la cabeza cayéndose en el hombro de un negro que ronca.
Es temprano.
Demasiado.
Nadie más en el vagón. Solo dos gaviotas buscando comida debajo de los asientos; a una le falta una pata, tiene un muñón sucio, y la otra picotea con fuerza un envoltorio de chocolate hershey’s. Revisas tus bolsillos, tu mochila, te levantas y tambaleas hacia la salida como si estuvieras aprendiendo a caminar.
2
Coney Island.
La estación de metro vacía.
No es primera vez que te quedas dormido y despiertas en Coney Island. Es octubre, pero ya parece enero o febrero: cielo levemente rojizo, eléctrico, muchas nubes grises y bastante frío: tienes las uñas moradas y los labios partidos. Metes las manos en los bolsillos. Decides pasear un poco por la playa en vez de regresar a tu pieza en Harlem. Sigues un poco borracho y de seguro no podrás dormir. Sales de la estación de metro. Caminas hasta el paseo marítimo. Llueve y no tienes paraguas, tampoco abrigo. Buscas un restaurante, un café, lo que sea, aunque todo parece cerrado. Caminas un poco más, pero no tiene gracia. Finalmente encuentras un local ruso a un costado del parque de atracciones. Se llama Banya. Entras. Eres el único cliente. Se escuchan ruidos metálicos desde la cocina. Te pones en una mesa cerca de la ventana. Quieres ver cómo el viento pega contra la montaña rusa. Una vez te subiste a esa máquina, recuerdas. O mejor dicho, conoces alguien que se subió y ahora te imaginas esa historia como si fuera propia. A veces juegas a eso: te apropias de los recuerdos ajenos: los formas y deformas.
Bostezas.
Parece que en cualquier momento la montaña rusa se cae. Es de madera, blanca, vieja y astillada. El viento pega y la estructura tiembla. Pasarás esta mañana ordenando –o intentando ordenar– los episodios fronterizos de la noche anterior. Esa frontera de tu memoria que en algún momento cruzaste y que hoy no consigues recordar. Aunque recordar, en esta ciudad, es imposible.
3
El goulash está tibio y oscuro y lo comes con una cuchara aun más fría y con sabor a cebolla (como si no la hubieran lavado del todo). Recuerdas una fiesta. Era cerca de un puente. ¿Brooklyn? ¿Williamsburg? Durante la primera hora conoces gente y les mientes. Dices que eres abogado, chef, periodista, carpintero y luego reviertes el orden de las respuestas. Al rato te aburres y evades a la gente; tu ánimo de conectar disminuye y hablas poco. El espacio donde se celebra la fiesta es una fábrica de azúcar del siglo diecinueve. Es un galpón espacioso, una refinería convertida en sala de arte moderno. Encuentras una placa: acá traían esclavos del sur para trabajar. Y ahora hacen fiestas con luces de árbol de pascua, con nortec, bachata, country-pisteo y rastastás de fondo. Debe haber más de cien personas. Todos son latinoamericanos, genteficadores como tú, y por eso las conversaciones se repiten. De dónde vienes, a qué te dedicas, hace cuánto vives acá, cuál es tu plan. Mucho escritor que juega a ser marginal; mucho hijo de político; mucho cineasta que consiguió que James Franco saliera en uno de sus cortos intimistas. Mucho Latino que en el fondo quiere ser gringo. Te aburres de ti mismo, de tu rabia gratuita, y como siempre, cuando estás en un grupo de gente, no sabes qué decir. O no quieres saber qué decir. Mejor callar hasta que tu silencio te vuelva invisible. Sacas tu teléfono. Escribes mensajes inexistentes. Revisas tu mail y facebook. El tinder. Por momentos haces como que hablas, sólo para dar la sensación de que estás en algo, con alguien al teléfono, pero ese truco no dura mucho. Además, así te sientes estúpido. Preguntas dónde está el baño, o simplemente caminas para allá, y entras para mojarte la cara. Buscas la salida, caminas, te vas sin despedirte.
4
El mesero del restaurante ruso se acerca. Te pasa la cuenta y un vaso con un bajativo. Lo tomas. Nostrovia. Pero es vodka; vodka puro y fuerte, y sientes el ardor en tu guata. Pagas y sales de nuevo al paseo marítimo. Ya no llueve. El viento amaina, el frío se mantiene. Coney Island parece una isla abandonada. Solo una persona corre en la playa junto a un doberman. Tus pasos sobre el paseo marítimo crujen. Suenan como golpes de martillos sobre tablas. Te sientes un poco mareado. Puede ser el vodka. Te gustaría algo para evadir el estado en que estás. Sacas tu teléfono. Le mandas un whatsapp a Yoni, quien como siempre está online. Le dices que andas cerca, relativamente cerca, que quieres comprar. Cincuenta dólares, te responde. Le dices que sí, que vas para allá. Yoni responde con un emoji: el del mono que cubre sus ojos. Revisas tu mochila, llevas dos libros. También algo de dinero, lo suficiente como para comprar una bolsita con un poco de marihuana prensada, una manzana y esa agenda que hace tiempo dejaste de usar, cuando te diste por vencido porque esta es una ciudad ya escrita.
5
Se pone a llover. Y peor: también a nevar. Hace poco pasó un huracán. Aún se nota en las calles, las cuales parecen de un pueblo fantasma. Es acá donde se comenzaron a traficar animalitos, nueva droga de moda y accesible que apareció después del huracán, y lo único que ves son carteles de prevención. DON’T DO IT, dice uno. Otro: LET’S SPEAK ABOUT DRUGS. Sientes los pies fríos, un poco de congestión en la nariz y un leve dolor de cabeza. Caminas por algunas calles cercanas, tiendas de comida rápida, oficinas de abogados que prometen sacarte de la cárcel en un par de días o te devuelven tu dinero, y encuentras un pequeño parque. Sigue nevando. Aunque la nieve ha comenzado a ensuciarse y mezclarse con el barro. Recuerdas que uno de tus compañeros de colegio, alguien con quien compartiste muchos recreos, e incluso te quedaste a dormir en su casa, murió de hipotermia en una noche así: congelado y borracho. Fue la noche más fría de Santiago; granizó por dos horas y la temperatura bajó tanto que el pasto se congeló. Tu amigo llevaba las manos en los bolsillos y su polerón tenía rastros de vómito. La noche anterior tomaron tapitas de pisco. Se rieron. Se despidieron. Tú te subiste a un taxi. Él prefirió caminar.
6
Te sientas en una de las bancas del parque, aunque para qué, te preguntas, si hace frío. Ves una paloma que se acerca a un pedazo de pizza que parece llevar muchos días en el suelo. Abres whatsapp. Le mandas un mensaje a Yoni. La paloma picotea una rodaja de salame gélida; tan gélida que crujiría si pudieras tomarla con las manos y doblarla por la mitad. Pero tus manos están demasiado heladas, ya perdieron la sensibilidad. Ni hablar de tus pies. Mejor regresar a la estación y tomar el mismo tren que te trajo acá (puede que todavía esté en el andén), te pones de pie, alcanzar a dar un par de pasos, pero entonces Yoni te dice que en unos minutos vendrá un tipo en auto y tendrás que subirte en el asiento de copiloto. Okey, le respondes. Yoni pone otro emoji: esta vez es un corazón verde.
Regresas a la misma banca. Te sientas. Y esperas.
La paloma sigue peleando con la misma rodaja de salame. Tus pies igual de fríos. El parque igual de desierto. Entonces aparece el auto. Un nissan negro se detiene en la placita y caminas hacia el auto. Abres la puerta. Te sientas en el copiloto. Sacas los billetes. Todo sucede muy rápido.
Lo saludas con la mano.
Are you the man?
A tu lado un cuarentón negro te mira; lo hace como si no pudiera creer lo que está pasando en su auto. Escuchas unas risitas provenientes del asiento trasero: atrás hay dos niños, también afroamericanos, vestidos con parkas rojas y gorros azules de los yankees.
You are not … Miras hacia atrás. Escuchas a uno de los niños.
I’m so sorry, I thought you…
Da? –pregunta el niño– What’s going on da? Who’s this person?
El hombre sigue mirándote seriamente. Escondes los billetes en uno de los bolsillos de tus jeans.
I’m so sorry, dices. My friend told me to meet this…
Tragas saliva antes de terminar la frase.
…dealer.
You think I’m a dealer because I’m black? –te pregunta.
Quieres bajarte del auto. Y correr.
El tipo te mira con los ojos enrojecidos.
What’s wrong with you, man?
De pronto, ese odio se convierte en una leve risa y esa leve risa crece hasta convertirse en una carcajada. Te dice que todo está bien, y los niños están muriendo de la risa atrás. Uno dice: Otra vez, papá, otra vez, ¿podemos hacerlo también con el próximo? Y el hombre te pasa una bolsita chica, tipo ziploc, con marihuana, te da una palmada en la espalda, y te pide por favor que no te enojes. Le pasas los billetes en silencio. Se dan la mano. Te dice que le mandes saludos a Yoni. I love your friend Yoni, te dice. Y así se despide de ti mientras te bajas y ahí, en la intemperie, te sientes no solo con caña, resacoso hasta alucinar, sino estúpidamente aliviado y con ganas de arrancar.
7
Y eso haces: corres de regreso y ahí está el tren, aunque al momento de llegar, al buscar tu tarjeta de metro, te das cuenta de que no la tienes. Se te cayó en el parque o en el auto, al sacar los billetes de tus bolsillos. Se anuncia que el tren parte en pocos segundos. Corres, saltas el torniquete, pasas sin pagar. Alcanzas justo, las puertas se cierran pocos segundos luego de haber entrado. Te sientes aliviado. Vas en el metro. Sacas la libreta. Comienzas a escribir esto. Regresaras a Harlem; pronto dormirás en Harlem.