Informe del agente G: sobre mi enfrentamiento con el M-16

Santos Gumbaj, Argentina

14 febrero 2022

Me persiguen.

Entre la multitud de personas que deambulaban en el microcentro, dos sujetos seguían mis pasos. No debía abandonar zonas públicas, no se iban a arriesgar a asesinarme frente a todo el mundo. Sería muy desprolijo. No había visto sus rostros con claridad, si me detenía a observarlos se hubiesen dado cuenta que era consciente de su persecución. Tenía que buscar un lugar privilegiado para poder estudiarlos con tranquilidad y evaluar mi estrategia. Mi celular estaba sin batería, nunca más oportuno. Seguí caminando media cuadra por España, doblé hacia el este por Necochea y me metí en El Cafetal.

Sentado a la barra pedí un cortado que no tardó en llegar. Los dos tipos entraron tras de mí y se ubicaron en una mesa aledaña, cercana al ventanal que da a calle Necochea. Desde ahí podían vigilar mis movimientos. Pero en ese momento estábamos en igualdad de condiciones, yo podía verlos también a ellos. 

Nadie podría sospechar de ese par de insulsos sujetos. Cualquiera diría que esos dos tipos, vestidos de jean y camisa serían incapaces de matar una mosca. Pero yo recordaba perfectamente al colorado. Jamás olvido un rostro. Finalmente, el M-16 había mandado a uno de sus mejores agentes hasta Mendoza para liquidarme. Sabía que los ingleses no me perdonarían la misión que les había frustrado años atrás en Angola. Son fríos y especuladores, supieron esperar hasta que bajara la guardia y ahora estaba acorralado por su servicio de inteligencia. 

Tanteé mi cintura con algunos golpecitos. La fría empuñadura de la Glock me tranquilizó un poco. Sentí una gota de sudor que rodaba por mi columna vertebral. Los agentes del M-16 pidieron café y unas tortitas con chicharrones. Disimulaban muy bien, ¿qué inglés en su sano juicio evitaría una taza de té a las cinco de la tarde? Aunque el pelirrojo no me quitaba la vista de encima.

El bullicio no me permitía escuchar lo que hablaban, pero me permití intuir: lo que para ellos era un delito internacional para nosotros fue un acto heroico, el presidente de Angola debía morir. Un magnicidio que afectaba directamente los intereses de la corona. 

Al no poder contactarme con mis superiores ni pedir refuerzos, estaba librado a mi suerte. No me iban a llevar tan fácil, lo sabían. Observé a mi alrededor, debía anticiparme a sus movimientos. Las demás mesas estaban ocupadas por familias y hombres muy viejos que leían el diario. Sin embargo, no había nadie a mi lado en la barra. No tenían un excelente ángulo de tiro, pero si se les ocurría disparar, no sería tan difícil darme.

Recordé mi escape en ese avión destartalado, pasé más de veinte horas en una caja de madera.  De Luanda a Estambul, de Estambul a Dublín y de Dublín a Buenos Aires para eludir a los sabuesos de la reina. Les debo una bien grande a los jefes del IRA. 

Había pasado un rato, los ingleses aún no mostraban sus cartas. Parecía que estaban por abandonar su misión, hasta que al fin iniciaron su jugada. El compañero del colorado se levantó y comenzó a caminar en mi dirección. Me estremecí, había llegado el momento. Empuñé la Glock con disimulo debajo del diario. Sin querer toqué la tacita de café y derramé un poco de su contenido. El tipo pasó detrás de mí, casi pude percibir su aliento a cigarrillo. Me jugaría una fortuna a que fumaba Marlboro. Se dirigía hacia el baño, respiré aliviado.

¿Y si ahí tenían escondidas sus armas? Ahora estaba más acorralado que nunca, los ingleses podían dispararme de frente y de espaldas. No quería, pero tenía que actuar. La situación era clara: habían venido a matarme, no importaba el lugar ni la cantidad de testigos. Eran ellos o yo. Debía apurarme y golpear antes.

Me levanté ocultando el revólver con el diario y simulé dirigirme hacia la salida. En ese momento el pelirrojo levantó la mano, haciendo una seña al mozo. ¡Los trabajadores del lugar eran cómplices! Accioné el gatillo repetidas veces, no tenía margen de error. El inglés no había alcanzado a reaccionar. Estaba liquidado, boca abajo sobre la mesa de cafetín que se teñía de rojo. Solo me faltaba su compañero que recién salía del baño. El griterío de la gente, la vidriera salpicada de sangre y el olor a pólvora quemada crearon un clima confuso que el otro agente del M-16 supo capitalizar. No desenfundó su arma y se quedó parado al lado de la puerta del baño con una cara de terror digna de grandes actores. Los tipos estaban bien entrenados, de eso no había dudas. Me paré frente a él y le dije: << ¿Quién te manda? Who sent you? >>

Los clientes comenzaron a abandonar el lugar. El agente no renunciaba a su actuación, ahora simulaba llorar desconsoladamente.  No podía dejar que se fuera, si conseguía refuerzos yo era un hombre muerto. Hice lo que tenía que hacer. Con un disparo limpio en la sien lo saqué de circulación.

Me senté nuevamente junto a la barra a esperar que llegara la policía. Mis superiores los pondrían en agenda y yo debería emprender un nuevo viaje a alguna parte del globo. Quizás Oriente Medio, quizás Norteamérica, quién sabe. Solo espero que toque un lugar con playa, pensé. El único mozo que quedaba en el local me miraba atónito y temblaba, no tenía la menor idea de quién era yo. 

Escribo este informe desde mi celda. Aún no tengo contacto con mis superiores, pero sospecho que el M-16 se ha infiltrado en la cárcel para asesinarme de una vez por todas. 

Debo actuar.