Imbunche 1

Salvador Young, Chile

5 de agosto 2021

Mete la llave en la cerradura, que gira y rechina contra el esfuerzo de los dedos. Le faltará aceite a esta weá. Ya poh, si quiero entrar no más. ¡Puta que está apretada esta mierda! Más que mis tetas con estos fucking sostenes. Me voy a fumar un cigarro. ¿Qué tanto apuro? Al final, ni cachó cuando la puerta se abrió de golpe, como por arte de magia. Así lo recordó después, como si su conciencia avanzara a grandes trancos discontinuos. Incontenible, sin contrapeso, sin freno, su cuerpo se desplomó de cabeza, apuntando hacia el pasillo, el baño de visitas y el living. Se detuvo a medio camino de la entrada, sin emoción. Cerró la puerta con una patada karateca. Chao, desafío al momento. Se sacó la polera sin importar nada, un gesto vacío, pura expresión a la rápida, a la fuerza, a lo que sea. Total, en el peor de los casos me compro otra, ¿qué weá? Ya, si no me queda ni uno: fin de mes, ¿qué querís? Verdad que están todas sucias. Algo debo tener por ahí, aunque sabía que no, que no tenía una para reemplazar esta, que era la para ocasiones especiales. Se notaba que era la favorita: ya estaba cediendo el material de la polera, piel de cebolla, y los kilitos de más que no dejaban de ponerle tensión al asunto. Pero ya, si lo que importaba era aprovechar el instante como Dios te echa al mundo, ¿no? Además, los viernes en la noche la mamá no llegaba hasta las nueve. Chipe libre era la consigna. Nada de que no comas pan, ni que quién se comió estas galletas, ni que mírate, ni que no cambies la radio, ni que quiero oír las noticias, ni que a esta niña puro le interesa escuchar música rara, es que ese póster, es que esos ojos pintados. ¡Qué nuevas generaciones ni que nada! Por Dios… Ah ya, se permiten todo ustedes, linda la cuestión. ¡Ya poh! ¡Oye, que no se te vaya regar las plantas, que me duelen los brazos! Por la chucha, esto de la vejez es un reverendo calvario, mija. Por la cresta, de verdad.

Pero no poh, no iba a llegar todavía. No hoy día.

Ahora le tocaba la mejor parte: manos atrás, tirón violento y afuera los sostenes en un puro gesto total. Cómo sabían esos dedos con los que fantaseaba, que se le metían por la espalda y hacían magia salvaje. Esos dedos que arrancaban y se arrancaban quién sabe cómo, quién sabe dónde. De repente ya le estaban chupando las tetas, un diente, otro diente, un bruto, una bruta, chupaba y mordía, mordía y chupaba. Miró al horizonte con su cara más sexy, posando cual dominatrix, titubeó, se movió: ¿sería una cosa dolorosa como los correazos de su padre o no-no-no-no? Nada que ver. Esto sería sexual, no un castigo, nada punitivo. Cómo tan terrible. Qué tonta recordar eso, las weás que te acordái. Desabotonó sus pantalones, bajó el cierre. Seis meses y nah que nah. ¡Jajaja! ¿Y voh? Jajaja. Se acordó de cuando su mamá recién había vuelto del sur. Tirando con los dedos de los pies, hizo correr los jeans pierna abajo; la izquierda primero, después la derecha. Tenía las manos ocupadas en el aire, por sobre la cabeza, agitándose al ritmo de las canciones y los pantalones que todavía colgaban de una rodilla. Qué tanto, si es música, si es viernes poh. Mal que mal, ¿qué tanto? Encontró el control remoto entre los cojines del sofá —click, ON, power— y se escuchó la voz del locutor ese, el de la radio que le gustaba a su mamá. La misma weá deprimente de siempre: un eterno y agotador blablablá. Ahora un asalto, parece que con tres muertos. Bueh, pero ¿hasta cuándo? Se le apretó la garganta y cambió la radio. En Radio PLAY sonaba Madonna, Like a Virgin. Genial. Seca. Vamos. Favorita. Saltó festejando, celebró desembarazándose por fin de los pantalones y pisoteándolos terminó bailando en calzones con los brazos flotando. Entregada, desfiló por la alfombra como para el público de los Oscar. Cerró con unos pasitos seguidos por una reverencia final. Y ahí no más, a full. La gravedad no perdona, qué jevi. Unas pechugas flácidas aparecieron de refilón en un reflejo fugaz por la ventana, moviéndose de un lado a otro, inspiraban la imagen de un par de ventosas de pulpo. Y qué tanto. Así se siente el cuerpo no más: la cuerpa, el cuerpex, como había escuchado que decían ahora por ahí. Feliz no más poh. Si estoy desde las ocho de la mañana amarrando estas bubis. Así las tenía ahora: liberadas, al aire. Un cuerpito de verdad, para siempre.

Enfocó hacia el cielo.

Le bajó hambre, así que directo al refri que por mientras seguía en el living, instalado donde mismo lo pusieron cuando llegó. ¿Y dónde más lo iban a poner si no cabía en la cocina? Qué más fácil: cosa de abrir la puerta del refri y ¡listo! Una lonja de jamón, una de queso. Every me and Every You. ¡Ay! Placebo poh. Y entonces vamos saltando y bailándole en calzones a la máquina. De hecho, se los iba a sacar cuando se sentara a la mesa, ¿por qué no? ¿Quedará pan en el comedor? A ver… Igual voy a sacar una marraqueta del freezer; si queda otra en la mesa, voy por dos. Hace hambre, ¿o no? Sí poh. Por suerte no hay nadie sapeando. Siempre hay alguien sapeando, por la chucha. Abrió la puerta del freezer y agarró un pedazo contundente, interesante, con potencial. Demás que en el living había otro descongelado, pero bueno. Ojalá poh.

Tostamos este pancito, entonces. Platos por aquí por allá, un poco mojados, pero pico. A ver… Aquí hay un cuchillo. Cortemos este pancito y al tostador. Sacó un poco de miga congelada. Igual, padentro: estoy con hambre, helada y dura, ¡qué tanto! ¡Es bueno este coro por la chucha! Every me and every you, every me and every you. Se imaginó cual dominatrix, susurrándole ese estribillo, lengüeteándole la oreja, y, de pronto, un empujón de la nada, toda brusca y rica, reccorriéndole el cuerpo a manotazos de ciega, manotazos metiches, manotazos de pulpo. Se llevó las manos al bajo vientre, calientito como el pan que tuvo que dar vuelta porque ya agarraba color en el tostador. Levantó las manos para voltearlo y, tras la maniobra, sus palmas se dieron de lleno contra una panza que atenazaron como a un bicho, una presa, un abrazo, un enemigo. Y estas anoréxicas culiás, que les da por no comer, la chucha. Si comer es lo mejor de la vida, cuáticas culiás. A ver, a ver, ¿en qué va este pancito?

Le falta un poco.

Vamos por el jamón y el queso. ¿Y si le ponemos un poco de margarina? Ya poh, mal que mal… Y seguía un Placebo. ¿Qué mamá? Ahí estaba el póster, detrás de la puerta. ¿Y qué tanto, mamá? ¿Qué? ¿Cómo puedes tener la imagen de ese amanerado? ¿En qué te quieres convertir, hija? ¿En una degenerada como este afeminado entero maquillado? Pucha mija. ¿Te quieres quedarte sola? A tus treinta y cinco años yo ya tenía tres hijas. ¡Qué horror! ¿Qué quieres hacer? ¿Adónde vas llegar? Esas palabras se superponían a las frases de la canción que dejaba de sonar poco a poco. Qué pena cuando se acaba la canción.

Pero el objetivo era comer.

Okey, lo importante es que hay margarina. Iba saltando con los pies desnudos por el parqué hasta las baldosas de la cocina. El pan a fuego alto para hacerla rápida. Ahora sonaba Friday I’m in Love, de The Cure. Lunes y martes y todos los días… Menos mal, era justo lo que necesitaba. Cuando empezaba a marearse del hambre, con el olor a quemado le volvió el alma al cuerpo. ¡Por la chucha, siempre lo mismo! Bordes carbonizados, qué tanto, le aplicamos raspado de cuchillo. Sabí que ni siquiera: mejor, el cuchillo a la margarina y vamos esparciendo una capa gruesa a cada lado de la marraqueta, y con mano paciente acomodó el jamón y el queso y le chantó una buena mascada. Ya poh, bailemos. ¡Qué ganas! Entre baile y mascada la cocina se hizo chica. Mal que mal era viernes, vamos al living, ¿no? Se sentó en la mesa de comedor con las piernas abiertas y dejó el pan encima de la mesa. Ahí vio la otra marraqueta. ¡Buena, se viene otra! Menos mal se acordó de bajar las cortinas, aunque el departamento se camuflaba entre el montón de árboles y plantas que crecían en el jardín de la comunidad del edificio. Hay que tener un poco de privacidad, ¿no? ¡Ay, ya! La discreta, juajaja. Pero sí, qué weá. Ya estaba moviendo el culo cuando la última vez cantaban Monday I’m in love, su favorita. Ahora como que tengo energía para hacerme otro, ¿sabí? Vamos, y así se fue con los últimos acordes del tema.

Vamos por más.

Se terminó el sándwich en tres mascadas. Si total había de sobra, el siguiente lo disfrutamos más. Cuando empezó a sonar Alanis Morissette se transportó a su época universitaria. Estudió periodismo y sus primeros carretes alternativos fueron salidas al Teatro Carrera y la Blondie. Convivía con punks, góticos y gays. En todas sus escapadas sacaba mínimo un beso, un manoseo o una chupadita. Era la época en que junto a su amigo Fran soñaba todavía con ser escritora: ella, novelista al estilo Anais Nin; él, poeta bisexual. Hablaban de la importancia de la persistencia en la escritura y todos los años mandaban un cuento al concurso Paula, hasta que sacó una mención honrosa mientras hacía la práctica en el último semestre de carrera. En esa época su mamá vivía en el sur con el innombrable y ese mismo año la hermana grande, que vivía con ella también, se fue un mes de viaje para su cumpleaños. Prendió un cigarro y se puso a fumar con la vista fija en ninguna parte. Se acordó de la fiesta que armó para su cumpleaños. Una sushitón, que en esa época era toda la onda. Invitó a todos los que conocía. Para que le alcanzara usó pasta de salmón en vez de pescado y harto queso filadelfia. Nadie se percató de su jugarreta y la anfitriona quedó como reina. No recordaba haberse emborrachado así. Amaneció con una chica gótica del brazo; el Fran, envolviendo a la niña por la cintura; los tres, en pelotas. Hicieron una mañanera. Ahora volvía a calentarse y recordaba cómo ambos lamían su sexo, sus manos disparadas para abajo.

Pero ahora era el momento de estar sin nada. Quería volver a sentir esas contracciones de placer en el útero y de un golpe se sacó los calzones, quedando como Dios la trajo al mundo, y se dio vuelta cuando volvió a sonar Madonna. Vogue le encantaba, la excitaba. El ritmo preciso para ese momento. Necesitaba saber la hora y estiró el cuello hacia el reloj de la cocina que marcaba las ocho-cero-cero. Todavía le quedaba tiempo, lo suficiente para manosearse, preparar una tina y aparecer como niña buena frente a su madre. Se volvió a sentar y sus manos lentamente empezaron a recorrer su cuerpo. Blando, flácido, esponjoso, sí, pero se sentía rico y cerró los ojos mientras suavemente se sobajeaba. Empezó por los hombros con una serie de masajes y en pocos minutos llegó a las tetas. Se apretó los pezones y al son de vogue, vogue, vogue, y convirtiéndose en un animal salvaje entre los gemidos que soltaba in crescendo, se los pellizcaba cada vez más y más fuerte. Disfrutaba esa brusquedad e imaginó unas palmaditas en el culo; entonces, se giró para darse nalgadas hasta dejar la piel roja con esa mismas manos que se perdieron en su entrepierna. En ese momento, sonó un brusco choque de metales y la puerta se abrió:

¡Asquerosa, cochina! Vístete, inmunda. Mira cómo te pillo, chilló tupiéndose con las vocales. ¡En cua-a-a-atro!, tartamudeó afectada. Pon inmediatamente mi radio, le ordenó. Se levantó, se cubrió lo que pudo con las manos, una arriba y otra abajo, obedeciendo como a un mandato divino: sin ninguna resistencia. Cambió el dial y en menos de cinco segundos volvió a estar presa de los géneros. El sostén se lo abrochó chueco de lo apurada, comprimiendo sus pechugas incluso más que hasta hace un rato. El calzón le quedó en medio de las nalgas y le apretaba el elástico. Mamita, no era lo que parecía. ¡Cállate! Ahora no me voy a poder sentar más en este comedor. Desesperada, miró al cielo como en busca de una respuesta. Me das repulsión. Saliste calcadita a tu padre, par de pervertidos los dos. A ese viejo verde no le bastó con echarse gente en la dictadura sin contarme nada, el muy hijo de perra, que más encima me dejó por esa chula treinta años menor delante todo el mundo. ¡Y quizás qué cosas eres capaz de hacer tú! Poseída por el póster del amariconado, se fue directo al afiche de Placebo y lo atravesó con sus manos de un tirón. Disfrutó haciéndolo pedazos. A ver si cambias tus conductas pervertidas después de esto. Vas a limpiar esa mesa y silla con cloro, ¡desinfectarla! Voy a subir y espero que a mi vuelta esté todo impecable. Me dejas lista la comida también, ¿entendiste? Se dirigió a la escalera y subió con pompa de desfile militar, marcando bien cada uno de sus pasos.

Nota de la editora: En esta nueva Serie, Salvador Young nos presenta con un retrato agudo, crítico y lleno de humor de la sociedad chilena. Con cada nuevo Imbunche se ensambla una crónica una idiosincrasia a partir de fragmentos que con un poder amplificador delinean sus peculiaridades. El entramado de esta serie nos muestra con ingenio y humor fronteras sociales en jaque, tales como género y clase social. Puedes ver el número siguiente de la serie aquí.