ENTRE UVAS

Arel Wiederholt Kassar, USA

25 octubre 2023

Fueron los frenos, macho.

¿Qué me estás contando, hijo de puta?

Los frenos fallaron en la colina esa.

Willie es el que habla, es uno de esos tipos sabelotodos. Yo soy el que contesta. Me duele la cabeza y no me acuerdo de nada.

¿Qué colina? digo.

La esa. Créeme, tío. Me acuerdo de todo. Vamos saliendo despedidos hacia abajo y me dices que han fallado los frenos. Estamos a punto de comer mierda.

Abro los ojos y no veo nada más que luz. Demasiada puta luz.

No puedo sentir mis pies. ¿Qué coño nos ha pasado?

Nos vamos a pegar una tremenda ostia, hermano.

Siento el plástico caliente del volante en mis manos. Intento soltarlo pero es como si mi piel se hubiera fusionado con el material negro.

Respira, hermano mío. Deja que tus ojos se ajusten. Concéntrate, hombre. Piensa. ¿Cómo hemos llegado a esta maldita colina?

Mechones de humo fluyen del capó del coche hacía el cielo cegador.

En coche, subnormal. 

Muy bien, guapo. Eso es. Estamos en el coche. Perfecto. Así hay que empezar. ¿De dónde venimos?

Poco a poco, mis ojos van superando el ataque feroz del sol. Los viñedos se materializan con sus hileras de viñas desnudas. ¿Hemos estado aquí ya?

No sé, coño, no tengo la más mínima idea.

Piénsalo bien, colega.

Joder. Veo la carretera.

¿Qué más ves?

No hay nada más. Solo carretera. Un túnel de luz y la carretera.

¿Cómo se mueven las líneas pintadas?

Basta ya de decirme tonterías. 

Hay que pensar en los detalles, Gonzalito. Entre los detalles podemos encontrar lo que nos falta. De lo que nos tenemos que enterar. 

¿Y las putas líneas?

Correcto, genio. Las líneas. ¿Se mueven? ¿Rápido? ¿Despacito?

Rápido. Se mueven muy rápido.

Bien hecho, crack. Muy bien hecho. Se mueven rápido. Ni Fernando Alonso. ¡Vamos volando!

Oigo música. La radio está sonando.

Oigo pitar los pajaritos de la mañana. 

La música es importante.

Es música mala. Música de la radio. Se mezcla con las otras voces.

Nuestras voces.

Sí, nuestras voces. Y la de la chica.

Joder, la chica.

¿Quién es la chica?

Intento acordarme. Hay humo en mis ojos. Huele a polvo, a goma quemada.

Si supiera quién era la maldita chica ya te lo hubiera contado, ¿no crees?

Respira, Gonzalito. Hay que pensarlo muy bien. Escucha su voz.

No habla español. La radio nos canta en alguna lengua desconocida y con la voz de la chica se forma un coro agudo, una mezcla de sonidos que pelea con los putos gritos tuyos, tu cara de culo balbuceando insensatamente sobre el hostal de la nena y algún desayuno gratuito. Tienes puesta una sonrisa de imbécil y tu aliento huele a vino y bilis. Veo que tu camiseta está manchada con vómito. 

Ostia chaval, es verdad. ¡Esta camiseta sí que es asquerosa!

Marrano de mierda.

Puede ser, hijo mío, pero no te distraigas. La chica. ¿Quién es?

Está sentada en el asiento trasero del coche. Le lanzo una mirada y lo único que noto son sus pies, tiene puesta unas sandalias alemanas y veo que debajo de sus uñas está llena de tierra.

¿Es alemana la nena?

Alemana no puede ser. No habla esa lengua bélica. Ahora veo sus manos también. Manchadas.

Mis manos siguen agarrando el volante. Mi piel correosa está cubierta con semejantes manchas, años y años de manchas moradas entre y encima de profundas grietas y venas bulbosas. Todo está alumbrado por la luz del día.

Concéntrate, hijo. ¿Qué idioma habla?

No lo reconozco. La canción de la radio tampoco. Si sé que ella canta mal, muy mal, ofensivamente mal. Su voz es insoportable. Y aunque no conozco la canción, sé que esta pava tampoco lo conoce, que lo que está cantando la guiri no tiene nada que ver.

Esto sí que es importante, estoy segurísimo. Sigue, cariño, sigue.

Coño, es que la puta chavala pronuncia pura algarabía. Completamente sin sentido. ¿Qué es lo que está diciendo? 

–Lemiow–dice. –Lemiow–

¿Que coño quiere decir lemiow?

Tranquilo, chavalín. No te apresures, piénsalo bien.

Este pavo es más retrasado que ella.

–Lemiow! Lemiow! Lemifoquinowryenow!–

No puedo más. Si esta maldita nena extranjera no deja de gritar estas mierdas absurdas en mis pobres orejas mis tímpanos van a estallar y disparar pus infundido de ondas sonoras infernales por todo este puto coche. Ya no puedo más.

–¡Callate la puta boca!–le grito, y cuando la pelma no me obedece, pienso que con eso realmente ya está, y toco o más bien pateo al freno y el coche patina chirriando hasta que estamos parados en el medio de la carretera oscura.

Creo que recuerdas mal, querido. No estamos en la carretera.

Logro soltar el volante y traigo mis manos a mi frente. Hijo de la gran puta. Tengo la cara cubierta de algún material seco. Sangre, seguramente. Un relámpago de dolor me golpea entre los ojos. Intento subir mis cejas y siento la sangre seca empezar a desmoronar, desplazada por mis hondas arrugas ganadas por años de escepticismo.

Chapa la boca, Willie. Que ahora me toca a mi contar. 

Mandas tú, jefe.

Ahora la niña decide que habla español. 

—¡Gra!-¡ci!-¡as! —me grita, con acento de tonta, aunque su cara no tiene ninguna pinta de agradecida. Y con eso abre la puerta trasera, sale del coche, da un portazo de malcriada y desaparece en la oscuridad donde seguramente terminará muerta, comida por algún jabalí. La imagen trae una sonrisa genuina a mi vieja cara cansada.

Te lo digo en serio, Gonzalo, te estás confundiendo.

No, Williancito, eres tú el que lo tiene mal. Ahora te vas a quedar calladito y me vas a escuchar.

Un zorro aparece entre los viñales. Desaparece.

Ya con la tipa ajena fuera del coche apago la puta radio y vuelvo a darle caña al acelerador. Siento la vibración de la carretera en el volante y pienso solamente en llegar al catre y dejar que descansen mis pobres huesos antiguos antes de madrugar y volver a hacerlo todo de nuevo. Siempre ha sido así y siempre lo será, pienso yo.

El pelo que esconde mi herida está crujiente y pegado a sí mismo, creando una barrera que solo supero frotando los mechones fusionados entre mis yemas campesinas hasta que se separan y abren el camino al corte. Cuando encuentro la fuente del dolor todo lo demás me viene de una, como si fuera el momento justo antes de que una bala me jodiera el cerebro trayendo un fin sangriento a mi pobre vida, y ese mismísimo cerebro sencillo completara su último trabajo, la reproducción de las escasas imágenes importantes de mi deprimente y casi finalizada existencia.

Seguimos corriendo y casi puedo tocar las humildes sábanas que me esperan al fin de este sofocante túnel, cuando tu te pones a gritar. Siempre eres tú, hijo de puta, siempre haciendo el puto capullo, siempre jodiéndolo todo. Quédate bien calladito, Willie. No digas ni una palabra más. 

Eres tú. Estás gritando.

—¡Pero qué has hecho, huevón!

—¿Cómo que qué he hecho? ¡Palurdo de mierda!

—¡La dejaste ir! ¡Nos cagaste, puto mequetrefe!

—¡Mequetrefe tú, guarro apestoso!

De tu boca sale la cascada de mierda, palabras arrastradas que solo yo, por la mala suerte de haberte conocido por tantos malditos años, podría entender. 

—¿Ahora qué coño vamos a desayunar, puto parguela? —y con este insulto juvenil me agarras la cabeza y comienzas a pegarme ostias a mi oreja derecha.

—¡Suéltame, hijo de puta! ¡Borracho de mierda! ¡Abrazafarolas!

Intento defenderme pero la combinación de tus puños, tu olor repugnante y tus gritos, los cuales ya no están compuestos por palabras, sino ruidos mongoloides, más el sentimiento de un cambio repentino en la carretera, indicando el comienzo de una colina empinada bajo el coche, me deja con una sola opción: pegar un volantazo y llevarte de una vez por todas, hijo de puta, tal cual como me has llevado a mí todos estos años a la puta mierda.