el mundo

Ariel Florencia Richards, Chile

7 abril 2022

Fernando dejó un sobre con el libro en mi casa mientras yo estaba de viaje, así que cuando volví lo encontré en el casillero de mi departamento. Venía llegando de Nueva York, ciudad donde al igual que uno de los autores de El mundo, viví y estudié por varios años. Dentro del sobre estaba esta pequeña miniatura, pero también estaba Carta de porto, un libro que Fernando trabajó entre el 2018 y el 2019. En la tapa de esa publicación aparecía mi antiguo nombre, bajo el crédito de la caligrafía. El autor me había pedido años atrás que transcribiera de mi puño y letra una carta que él había redactado. Honestamente, lo había olvidado y me chocó ver mi antiguo nombre impreso ahí.

En inglés, el nombre que las personas transgénero ocupábamos antes de nuestro tránsito se dice dead name, o nombre muerto, y hay quienes creen que, una vez iniciado el tránsito, se vuelve impronunciable. Tengo una relación flexible con Juan José, el que era mi nombre. Sé que bajo ese nombre me identificaron por años, bajo ese nombre estudié, viajé, publiqué libros, fui amada y amé. Para mí no está muerto, pero sí es un nombre que ha quedado atrás. Por eso me inquietó verlo impreso en un libro, asociado a la misma caligrafía que sigo teniendo bajo mi nuevo nombre. Las cartas de puño y letra son garantía de verdad, de autoría, de certeza. Y me parece que esa caligrafía, mía y no mía, resuena no sólo con Carta de porto, sino también con El mundo.

Actualmente, antes de quedarme dormida, me pregunto si es que la experiencia del tránsito de género puede –de alguna manera­– iluminar otros procesos. Y es de esto de lo que quiero hablar. En El mundo de Fernando Pérez Villalón y Ana Lea Plaza caben muchas cosas. Caben recuerdos, souvenirs, imágenes, palabras, nombres de ciudades, de platos tradicionales. Cabe un tucán, un zeppelin, el día, la noche y la tumba del emperador Adriano. Si una fuera radical, podría decir que cabe todo. Pero lo sorprendente es que, en esa vastedad no hay donde perderse. Si una fuera una arqueóloga podría decir que hay huellas, señas; si una fuera una lectora tradicional podría decir que hay un comienzo y un final.

Pero lo que se abre bajo el arco que se tensa entre el comienzo y el final de este mundo no es algo predecible, sino inesperado y extraño. No se trata de un inventario, ni de una lista, ni de una colección, sino que de un asomo al caos. Envidio esa capacidad que tiene este libro de abrirle un portal a lo simultáneo; a lo caótico, a lo incontrolable. Sin conocer a Ana, pero habiendo leído a Fernando, me atrevo a decir que este es un libro autobiográfico. Y que su autor no es necesariamente el autor del poema ni la autora de los collages, sino la dupla que se forma entre Fernando y Ana. La generosidad del proyecto radica en hacernos a nosotros, quienes estamos fuera de él, quienes lo abrimos, lo leemos, lo miramos y lo gozamos, parte de sus laberintos, de sus geografías y de sus tiempos. De la suma de sus talentos que no existía antes, cuando trabajaban por separado.

El mundo de Fernando y Ana me hizo recordar a otros dos mundos. Primero, al que Richard, Étienne y Françoise, los personajes de la novela La playa del inglés Alex Garland, acceden tras descubrir una isla secreta en Tailandia donde vive una comunidad de amigos que ha creado su propio paraíso. En ese libro, hoy considerado literatura clave para entender a la generación X, están contrapuestos el horror y la belleza del turismo, del escape, de la búsqueda del exotismo, del placer y de lo desconocido. Pero en esta publicación que presentamos hoy no hay ninguna de esas ingenuidades presentadas como tal. Ya nos advierte el poema: el mundo en todas partes es el mismo y viajar es una pérdida de tiempo. Como dice Sergio Chejfec, habitar el mundo produce cansancio y melancolía, vivir empeora las cosas, y cuando notamos que nuestro sitio es impreciso y todavía más, indecidido, nos rendimos sin ilusiones ni resistencia.

El otro mundo que me recordó el de Ana y Fernando es el Pequeño Mundo Ilustrado, un libro de María Negroni que funciona como museo de rarezas o colección caprichosa de ensayos tras los que la autora salió de cacería. Ahí hay una curatoría cuidada de imágenes, palabras, historias que en su secuencia arman un relato. Yo estudiaba en Nueva York el año 2012 cuando ella presentó su libro en esa ciudad y aunque la plata de la beca no me permitía darme ese tipo de gustos, lo compré. Hace pocos días, releyéndolo, me di cuenta de que el ejemplar que tengo está dedicado y que en una de sus páginas también está escrito mi nombre antiguo. Esta vez en del puño y letra de María Negroni, seguido de una frase que no dice mucho. Esa tinta arrastrada sobre el papel con la forma de mi antiguo nombre me pareció a la vez melancólica y brutal.

En el mundo hay frases indispensables que se aprenden y se repiten, hay libros dedicados a desconocidos, hay cartas, mapas, atlas, planos, bajorrelieves, instrucciones, señaléticas y títulos de poemarios. Hay nombres que cambian. Hay nombres que quedan y hay proyectos creativos virtuosos.

La cuestión de viajar supone un aquí y un allá y que, entre esos dos puntos, exista una diferencia que debe ser atravesada. Viajar supone un traslado, un esfuerzo, una trasgresión. Como dice el poema lo que aquí es inmoral, allá es sagrado, allí es tabú lo que acá es normal. Y luego: al trasladarse, lo más cotidiano se vuelve misterioso, lo evidente extraño, pervertido lo inocente. Mientras leía el poema –quiero decir, sus versos– sabía que por detrás corría un relato paralelo de imágenes a las que sólo accedí una vez terminada la lectura de las palabras. Esas imágenes en su delicada acumulación tenían su propia lógica, su propio ritmo, pero a su vez, le imprimían una velocidad y un vértigo a las palabras. Durante y después de la lectura. El collage o los collages le abrían atajos, desvíos, vueltas en u y retornos a los versos. Del mismo modo que las palabras les generaban cajas de resonancia a las imágenes. Estaban –están– en constante diálogo.

El arco que crea El mundo rompe con el aquí y el allá. Quiero decir, propone hacer todos los viajes y ninguno. Es entusiasmo y frustración. Al fotografiarlo, para compartirlo en mi Instagram, lo puse sobre un arrimo de vidrio que hay en mi casa y detrás de él se veían otros libros, uno de arte renacentista, otro de ilustración botánica y una monografía sobre Peter Brugel. Me gustó pensar que todos esos libros también caben en el mundo de Fernando y Ana. Que entre los pliegues y despliegues de este libro se asoma y se esconde la intimidad de esta pareja. Quisiera pensar que este poema-collage o collage-poema rompe el tiempo porque construye, en su lectura, su propio vértigo, se adelanta a sí mismo. Quiebra la linealidad. Así como hay quienes conocen el mausoleo de Adriano en Roma como el castillo de Sant’Angelo, hay personas a las que se nos conoce con dos nombres, el que tuvimos y el que tenemos. Pero más que una frontera entre el aquí y el allá, me pregunto cómo la experiencia del tránsito puede iluminar otras experiencias a propósito del mundo.

Cómo, por ejemplo, el aquí y el allá, el antes y el después, las palabras y las imágenes, pueden, quizás, integrarse en una tercera realidad. Eso es lo que hace El mundo de Fernando y Ana. Más que pensar en las fronteras como finales, es estudiarlas como zonas de contacto. Los dobleces de esta publicación suponen una continuidad. El poema podría leerse sin respiro del mismo modo que el collage podría intentar verse de un solo golpe de vista, y sin embargo El mundo ha sido modulado, compartimentado, no para fragmentar la experiencia de su lectura, sino que para construirle un ritmo. Una velocidad, un vértigo en el que nos estamos asomando y cayendo al vacío al mismo tiempo en que entramos en otro. Y en otro. 

Así mismo ocurre también con el tránsito. Yo soy la persona que transcribió a mano la carta de Fernando y soy la persona a la que María Negroni le dedicó, sin mucho cariño, años atrás un libro. Esas experiencias, esas lecturas, está dentro de mí. Si es que existe un arco invisible que se abre entre el aquí y el allá, entre las imágenes y las palabras, es porque existe un puente nuevo que vincula dos puntos que antes estaban separados. Esa es la virtud de este proyecto. La de hacer aparecer una dimensión que antes no era visible. Y que ahora se puede leer y mirar al mismo tiempo. Una dimensión que ahora tiene forma, cuerpo y nombre.

Nota de la editora: El texto fue leído por Ariel Florencia Richards en el lanzamiento del libro El mundo (Naranja Publicaciones), creación conjunta de Ana Lea-Plaza y Fernando Pérez Villalón, realizado en el MAVI el miércoles 19 de enero 2022 a las 12:00, en el contexto del Coloquio de Investigación del Magíster en Estudios de la Imagen de la Universidad Alberto Hurtado.

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