el ilegal

Ronnie Camacho Barrón, México

11 julio 2022

Llevo horas encerrado en esta sala para interrogatorios. La potente luz blanca de la bombilla sobre mi cabeza me causa migraña, mis manos esposadas se han entumecido y no he vuelto a ver a mis hijos desde que esos hombres me separaron de ellos. Dios quiera que se encuentren bien. 

Debí sacarlos cuando pude. Creí que hacía lo correcto al confiar en él; después de todo, era nuestro amigo, nuestro líder, nuestro pastor.

Mientras me hundo en mi frustración, la puerta de la sala se abre y un hombre vestido completamente de negro entra.

Lleva un café en la mano, silba alegremente y su rostro está cubierto por un sombrero fedora y unas oscuras gafas de sol. 

— Buenas noches, señor… ¿Marines?

 — Es Martínez.

— Discúlpeme —sonríe con falsa amabilidad mientras se sienta frente a mí—. Señor Martínez, ¿podría decirme qué fue lo que pasó? 

— No voy a responder ninguna de sus preguntas hasta que sepa dónde están mis hijos. 

— Sus niños se encuentran bien, los hemos alimentado y nuestro personal médico se asegurará de que no tengan ningún tipo de daño; usted tranquilo. Ahora responda a mi pregunta, por favor. 

— Está bien. Todo comenzó la noche del viernes pasado. Como siempre después de que salgo del trabajo, junto a mis niños fui al servicio nocturno que ofrece la iglesia que se encuentra entre Boulevard Luther King y la calle quinta, ¿la conoce?

— Claro que la conozco, después de todo el escándalo que se armó, toda Norteamérica sabe de ella —dice de forma burlona.

— El encargado de dar la misa era el reverendo Swanson. El hombre era nuevo en la ciudad, pero rápidamente se ganó toda nuestra confianza; después de todo, su iglesia era una de las pocas que aceptaba con los brazos abiertos a gente en nuestra situación.  

— ¿Habla de su condición como ilegal?

— Así es —me avergüenzo cada vez que escucho esa palabra—. Como le decía, el reverendo Swanson se encontraba dando los últimos anuncios parroquiales cuando de pronto el potente resonar de unas sirenas ahogó su voz. No fue difícil saber de qué se trataba, por la expresión en su rostro lo supimos al instante; era una redada, los agentes de migración habían llegado por nosotros.

— Eso debió tomarlos por sorpresa.

— No. Semanas antes, muchos de mis compañeros del trabajo y otros miembros de la congregación habían desaparecido sin dejar rastro; era más que obvio que migración se encontraba detrás de todo aquello y por eso el pastor ya había coordinado una estrategia con nosotros. 

— O sea,  ¿que lo de bloquear la entrada con las bancas fue idea suya?

— Dijo que eso sería lo más sensato; después de todo, si ellos querían separarnos de nuestros niños y sacarnos de este país, primero tendrían que llegar hasta nosotros. 

— ¿Cómo fueron los primeros días después de que se atrincheraran en la iglesia?

— Como es obvio, durante el primer y segundo día los agentes trataron de entrar en más de una ocasión, pero, como pudimos, evitamos que tumbaran las barricadas. Nos apoyamos entre todos, e incluso ciudadanos como usted, aun estando en contra de la ley y sin haber formado parte del plan del pastor, nos ayudaron a resistir cada una de las incursiones. Algunos hasta subieron videos denunciando la situación y expresando la indignación que sentían al ver cómo su gobierno trataba a personas como nosotros igual que a criminales. 

— ¿Qué pasó después?

— Todo se fue al carajo; la gente tenía hambre, nos cortaron la luz, el agua y hasta tiraron la señal telefónica para impedir que siguiéramos comunicándonos con el resto del mundo. Pronto las disputas comenzaron y el compañerismo murió. Fue entonces cuando muchos quisieron abandonar la iglesia, pero no podíamos permitirles que abrieran las puertas o, de lo contrario, los agentes entrarían.

— ¿Qué fue lo que hicieron con ellos?

— El reverendo ordenó que los encerráramos en el sótano del templo, dijo que no estarían ahí mucho tiempo, que él los haría recapacitar. 

— Supongo que cuando vio los cuerpos se dio cuenta de que no fue así. ¿Cuándo los encontró?

— Los encontré en la quinta noche. Para entonces hasta nosotros habíamos perdido la fe en que los de migración se fueran; además, nuestros niños ya estaban muy cansados y hambrientos como para continuar, así que después de una votación, fui el designado para ir a decirle al pastor que abriríamos las puertas. 

— Entonces fue al sótano —intuye. 

— Sí, supuse que todavía estaría hablando con aquellos que querían irse, así que no toqué la puerta, simplemente entré, y con cada paso que daba al bajar por las escaleras una tenue luz verdosa se hacía más intensa. 

— ¿De dónde provenía?

— De unos enormes cristales verdes que se encontraban incrustados en el piso y el techo. Fue una sorpresa encontrarme con aquello, pero el asombro desapareció tan pronto como vi la decena de cuerpos mutilados esparcidos por cada rincón del sitio. 

— ¿Eran ellos?

— Sí, todos estaban muertos, pero sus rostros aún mostraban un terror indescriptible; además, a cada uno les faltaba algo: un ojo, un brazo e incluso el corazón, pero a pesar de que sus órganos y extremidades fuesen extirpados de sus cuerpos, estos no se encontraban lejos de ellos, alguien los había metido dentro de jarras de vidrio llenas de un viscoso líquido transparente que parecía estar conservándolos frescos. 

— Ya veo. ¿Dónde estaba el pastor?

— Horrorizado comencé a retroceder hasta que mi espalda chocó con algo muy duro, y cuando me di vuelta, lo encontré. Antes de que siquiera pudiera decir algo, el reverendo me tomó por el cuello con una sola mano, me levantó del suelo y luego con una voz cavernosa me dijo: “No debiste ver aquello, pero de todos modos, ya no faltaba mucho para que llegara la hora de cosecharte”. Entonces comenzó a azotar mi cabeza contra una de las paredes del sótano. 

— ¿Cómo fue que escapó?

— Estaba por asesinarme cuando, de la nada, una explosión sacudió el piso de arriba; eso lo distrajo lo suficiente como para que pudiera alcanzar una de las urnas de cristal que estrellé sobre su cabeza. El golpe hizo que me soltara y, mientras me reponía, vi cómo las esquirlas de vidrio desgarraron la mitad izquierda de su rostro, dejando expuesta una segunda piel de color negra y escamosa que se escondía debajo.

— ¿Qué hizo al percatarse de aquello?

— Lo que toda persona en sus cabales haría; apenas pude incorporarme, salí corriendo en busca de mis hijos, ya no me importaba si migración me separaba de ellos, lo único que tenía en mente era sacarlos de ahí. 

Cuando llegué hasta la sala donde se auspiciaba cada servicio, me encontré con la sorpresa de que nuestra barricada había sido derrumbada por explosivos y que varios agentes ya se encontraban sacando a mis niños y a todos los demás. 

Un par de ellos corrió hacia mí y al ver sus armas, por instinto, me tiré al suelo y levanté las manos, pero en lugar de esposarme, sacaron un cuchillo e hicieron un corte en mi mejilla, luego estiraron la piel de la herida y comenzaron a ver en su interior con una linterna. 

En ese momento lo comprendí: si buscaban a alguien, no era a nosotros. 

— ¿Qué pasó después?

— Les dije dónde estaba esa cosa y de inmediato fueron directo al sótano, donde, tras un siseo amenazante, escuché el sonido de sus armas al disparar.

 — Ya veo, muy bien. ¿Es todo lo que recuerda?

— Es todo lo que he querido olvidar. 

— Perfecto —sonríe complacido. 

— ¿Podría decirme qué era él?

— Solo le diré que, a diferencia de usted, el “Reverendo Swanson” no era de ningún lugar de este mundo… Bueno, es hora de que me encargue de usted —se levanta de la silla y acerca su mano a la cintura, donde lleva enfundada una pistola nueve milímetros.

— ¡Por favor, no me mate, solo regrésenos a México y le juro que jamás le diré nada nadie!

Al escuchar mis súuplicas el hombre solo arquea una ceja confundido.

— Señor Martínez, no le mentiré, a veces hacemos uso de la violencia y la intimidación, pero en su caso haremos algo distinto —desvía la mano del arma y la mete en el bolsillo del pantalón para luego sacar de este tres pequeños cuadernillos de cuero negro con el escudo de los Estados Unidos grabado en la tapa.

— ¿Qué… qué es eso?

— Su boleto de entrada a los Estados Unidos, señor Martínez.

— ¿De qué está hablando?

— Verá, después de todo lo que pasó, yo y mis superiores consideramos que no sería correcto “neutralizarlo” —comienzo a sudar frío ante aquella palabra—. En su lugar, hemos decidido entregarles a usted y sus hijos la ciudadanía; claro, con una condición.

— ¿Qué quieren?

— Su silencio. Nunca le cuente a nadie lo que vio en la iglesia y nosotros nos aseguraremos de que usted y su familia tengan la vida de ensueño que siempre quisieron. ¿Qué me dice?, ¿tenemos un trato? —acerca los cuadernillos a mi rostro para añadir presión.

— Acepto —respondo rápidamente, pues no hay nada que pensar.

— ¡Bienvenido a la tierra de la libertad, señor Martínez! —me da unas palmaditas en el hombro para luego abrir las esposas que retienen mis manos— En breve los sacaremos a usted y a sus hijos de aquí. Le deseo buena suerte y que sea muy feliz. Solo una cosa, nunca olvide que lo estaremos vigilando —tras esa última advertencia y una intimidante sonrisa, el hombre se retira y yo me quedo solo en la habitación esperando a que vengan por mí.