Crear, lustrar zapatos, regalar

Ana Lea-Plaza, Chile

15 de enero 2021

ana foto ppal

“Nuestras manos”, collage análogo. Autora: Ana Lea-Plaza, 2020.

La frontera que separa el arte de lo cotidiano puede llegar a ser perturbadoramente fina. Los formalistas rusos, que se esforzaron por descubrir lo propio del uso literario de la lengua en contraste con su uso normal, se encontraron con que esa frontera era sumamente esquiva. El uso común del lenguaje contiene, por ejemplo, un sinfín de metáforas (‘el sol sale y se pone’, ‘sacar los pies del plato’) e incluso de géneros difíciles de situar a uno u otro lado, como sucede con los refranes, los chistes o las adivinanzas, de donde podría haber nacido el uso indirecto del lenguaje que suele darse en la literatura. Conscientes de su fragilidad, finalmente trazaron la línea entre una y otra esfera, diciendo que lo propio de lo literario era la desfamiliarización (ostranenie), que desautomatiza. Aunque uno y otro uso de la lengua tenían muchos rasgos en común, en la lengua cotidiana usamos los tropos de manera automática, mientras que en el arte este uso nos ayuda a desmecanizar tanto el lenguaje como nuestra percepción de la realidad que este designa.

Lo perturbador de todo esto es que muchas veces con casi nada pasamos de lo cotidiano a lo artístico y con esto el papel del artista se reduce a su mínima expresión. Hace unos días fui donde mi enmarcador y vi que tenía unas ilustraciones de Babar, cuya moldura tenía que reparar. Las di vuelta y no eran más que el recorte de una revista vieja encontrada en un viaje a París de sus dueños. El salto de la revista al muro, es decir, el paso de lo cotidiano a lo artístico, había sido dado por las cuatro maderitas viejas que había que encuadrar. Esto no es nada nuevo, en teoría del arte el marco hace tiempo es pensado como parte de la obra y su factura: ‘El marco postula constantemente un cuadro para su interior, hasta el punto de que cuando le falta tiende a convertir en cuadro cuanto se ve a su través’, decía Ortega y Gasset, ‘(…) la relación entre uno y otro es, pues, esencial y no fortuita; tiene el carácter de una exigencia fisiológica, como el sistema nervioso exige el sanguíneo, y viceversa’. Sin embargo, esto no deja de sorprenderme. Siendo una común mortal, poco familiarizada con estas discusiones, no deja de sorprenderme la idea de que algo aún tan prestigioso como el arte, pueda a veces consistir en no mucho más que eso: en poner un marco o un plinto en la escultura. No deja de sorprenderme esa facilidad.

“Radiografía de mi ánimo” (página de diario-collage). Autora: Ana Lea-Plaza, 2020.

Imagino que esta separación varía dependiendo de la disciplina artística de la que hablemos. No sé nada de cine, pero supongo que pasar de los recursos cotidianos a una obra cinematográfica es un camino más largo, como nos sugiere Natalia Ginzburg en una de sus crónicas: ‘Los objetos que se utilizan en el cine son a menudo humildes y parecidos a los objetos que usan los niños cuando juegan. Son cartoncitos negros prendidos de las lámparas, con pinzas de tender la ropa,  fuelles para hacer humo, montones de sal de cocina (…)’. 

De qué forma la sal de cocina, el dinero, la confusión y el ruido se convierten en una película es algo ante lo que nunca dejaré de sentir estupor’ (278). El origen de su estupor es opuesto al mío. Natalia Ginzburg se abisma por el gran esfuerzo que debe ser pasar de una esfera a otra. A mí me abisma la facilidad, hoy incluso aplicable al cine: ahora se puede hacer una película con una cámara no tan cara, e incluso con un celular, o sea que la frontera también se hizo más difusa –aunque lo esencial para hacer una película no es tener el aparato, sino el talento para convertir esas imágenes en algo que valga la pena ver. 

Obviamente, toda disciplina artística es esquiva y resbalosa, y no podemos definir ninguna de las artes por sus variantes. En general, las artes tienen fama de complejas y efectivamente muchas de ellas trabajan con la dificultad, pero muchas son también extremadamente simples y no por eso dejan de ser arte. Pensemos, por ejemplo, en el arte precario de Cecilia Vicuña, hecho de basuritas, cochachuyos, piedras y restos de lana; o en los siguientes versos de Bertoni: ‘Nancy / por favor / haga porotos con tallarines / la niña se cayó anoche sentada / en el tiesto de la tortuga / y se mojó / de los pies/ a la cabeza / Los zapatos blancos están mojados / póngale pantalones / y que no se desabrigue’. Aquí lo artístico se parece a una simple forma de reciclaje. El procedimiento está en la selección de algo cotidiano y, a través de un acto mínimo, dignificarlo y moverlo de ahí –el objeto comienza a desplazarse de la cocina, al escritorio, al living y quizás algún día llegue al museo, si el artista quiere gestionarlo así. Por eso, más que en términos de su elaboración, me gusta pensar lo artístico espacialmente, es decir, midiendo su distancia respecto de lo cotidiano –y en esto incluyo lo literario, pues aunque algunos enfaticen su carácter temporal, las artes verbales toman sus voces prestadas de los sonidos y textos de la vida. Que esta distancia sea mínima, no le quita en absoluto mérito; es cosa de registro y de optar, voluntariamente, por un arte que se aleje de lo monumental para acercarse a lo pequeño y lo que diariamente hacemos.

“Festina lente” (collage en cajita de fósforo). Autora: Ana Lea-Plaza, 2020.

Pero todos sabemos que lo fácil puede ser difícil y que lo difícil puede ser a veces fácil. Un buen ejemplo de esto es la pintura realista: tengo amigos pintores que la descartan precisamente por su facilidad. Aunque parece difícil, dicen que es solo una técnica, que se practica y se adquiere con cierto rigor y nada más. Yo no sé hasta qué punto esta opinión expresa un rechazo por lo que fue una etapa formativa superada,  pero quiero darle algún crédito. Según ellos, el arte realista es un ejemplo de algo que parece difícil pero que es en realidad fácil. Lo mismo decía Borges del verso métrico: que en realidad es mucho más fácil que el verso libre. Al parecer, lo único que hace el arte realista es entonces ostentar su dificultad, mientras que un arte más o menos libre del referente y cotidiano, la esconde. Quizás por eso al estar frente a ese tipo de obras nos invade un recurrente sentimiento de inferioridad y, al mismo tiempo en que una magia nos captura, esa misma magia mata un poco la experiencia estética porque sabemos que consiste en la dificultad de la técnica que está ahí, plenamente expuesta (claramente, el placer dura muy poco y luego comienza un displacer, una suerte de miedo a ese todopoderoso artista… el arte realista para mí está siempre un poco inscrito en el género del terror).

Al contrario, lo que parece fácil puede ser difícil. Primero porque ver y registrar el cotidiano no es sencillo: ‘En el hábito del cotidiano, la vida desaparece. La automatización devora los objetos, los hábitos, los muebles, la mujer, el miedo a la guerra’, dijo también Sklovski. Como el dolor, la rutina aplana lo que nos rodea y hace de nuestros utensilios pálidas prótesis difíciles de separar de nuestro propio cuerpo; volver a verlos depende de una sensibilidad hacia lo pequeño que no siempre hemos desarrollado. En segundo lugar, lo fácil puede ser difícil porque a pesar de no ostentar sus técnicas, las tiene. El collage, por ejemplo, conocido por lo fácil, parece muy sencillo y en cierto sentido lo es, pero tampoco podemos decir que es un simple ‘pegoteo’ de papeles. Para llegar a un buen collage se necesitan criterios de color, composición, y conciencia de los materiales con sus posibles sentidos. 

“Días un poquito raros” (página de diario-collage). Autora: Ana Lea-Plaza, 2020.

Aún así, pienso que la frontera que separa el arte de lo cotidiano es puramente virtual o simplemente no existe. Por momentos creo que ni siquiera desautomatiza, como decían los formalistas rusos, sino que más bien diversifica nuestro campo de rutinas. Si hacemos cianotipo en vacaciones, con plantas del lugar, no sé si eso es muy distinto de tomar fotos para la memoria. Los que trabajan con papel, al terminar muchas veces tienen que rociarles agua (como a las suculentas) y luego plancharlos, y no sé realmente si esos actos ayudan a desmecanizar el planchado o a liberarnos de él, sino simplemente a ejercerlo.

La creación para mí se parece a los actos humildes que hemos dejado de hacer, producto de la sobrevaloración del trabajo y la carrera, y que esconden un secreto placer que en su estado crudo no entendemos mucho y hacemos de mala gana, porque tenemos cosas más ‘elevadas’ que ejercer. Es igual a hacer regalos, escribir diarios y cartas, cocinar –por eso me encanto con la anécdota que rescata María Luque en sus Noticias de pintores en la que cuenta que David Hockney todas las mañanas dibujaba flores en su Ipad para mandárselas a sus amigos por mail. Crear es un simple bajar a las manos, como cuando paramos a lustrar nuestros zapatos, o a lavar la loza entre medio del trabajo y descansamos con las manos bajo el chorro de agua…