Frontera y límite no son lo mismo. La distinción sin embargo tiende a colapsar con la construcción de muros divisorios. El límite es una abstracción, libre de espacio. La frontera en cambio, paralela y adyacente al límite, tiene extensión y está conformada por subsecuentes pasos que permiten el tránsito humano. Ellos pueden ser un puente, un camino, un desfiladero o un puerto. En parte, hay un asunto de escala: la frontera, la real, no su mapa, es una faja de ‘tierra de nadie’, también llamada espacio fronterizo. Lo que en el papel parecen líneas trazadas con precisión, en el terreno son zonas difusas, de vaguedad y vagabundaje. En parte, hay un asunto de perspectiva: quienes habitan las ciudades fronterizas saben del carácter difuso de la frontera, que nada tiene que ver con las ideas de quienes la trazan desde las capitales. Más que una yuxtaposición territorial, es la repetida afirmación de que el salir de un país no implica, necesaria e inmediatamente, entrar en otro. 

La demarcación fronteriza establece formas de flujo, discriminación y control. Su trazado es cauteloso en resguardar diferencias, regular interacciones y permitir (o no) la integración de países vecinos. Las fronteras son espacios polémicos, disputados, beligerantes. Algunos buscan eludirlas, a otros les son indiferentes. Qué le importa al gaucho patagónico si está en Chile o en Argentina. Para algunos, el tránsito por el espacio fronterizo puede constituir una experiencia de incertidumbre, de no saber cómo uno será recibido al otro lado. También puede ser una experiencia de libertad, de no pertenencia o de transición. Por unos metros, se suspenden la vigilancia y el control, las categorías y clasificaciones se muestran en su artificialidad que poco habla del terreno.